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Las fábulas de Gómez Valderrama

martes, 11 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Debo confesar que para mí, en la literatura, era Pe­dro Gómez Valderrama un personaje lejano, al que solo muy pocas veces había leído y sin demasiada reflexión. De pronto en mis manos caían magníficos ensayos su­yos, pero eran apenas fragmentos de su obra. No me había llegado el momento de acercarme a su producción y tal vez tampoco lo había intentado. Hallarse con un escritor es un acto de convencimiento. Me parecía autor distante no sólo por la poca oportunidad que ha­bía tenido de conocer su estilo, sino porque, sin duda caprichosamente, lo consideraba un burgués que al amparo de la cómoda burocracia hacía literatura en los entreactos.

Pensaba, por eso, que el escritor era más circunstan­cial que de vocación.

Son ficciones que suelen presentarse, y que engañan. Me costaba trabajo entenderlo como hombre de consa­grado humanismo, si su paso por ministerios, embaja­das y otras absorbentes posiciones, en las que siempre se destacaba, le copaba el tiempo para producir litera­tura. Pero de pronto comencé a fijarme en su vigencia como escritor sostenido por una obra que no podía im­provisarse, y me propuse averiguar lo que había detrás de las referencias que suministraban los periódicos. Corregido el concepto, descubro al escritor perseve­rante de toda una vida, de depurado estilo y pensamiento penetrante. Alejado de la burocracia oficial, que di­sipa y reduce al hombre de letras, está el escritor puro, en su mejor momento de producción.

Más arriba del reino, su último libro, selec­ción de cuentos escritos hace varios años, es la muestra ideal para penetrar al mundo del autor. Sale en magni­fica edición de Editorial Pluma y está ilustrado por Juan Antonio Roda. Lo encontré como el libro preciso, an­tes que La última raya del tigre, su ponderada novela que sigue en turno para proseguir ahora sí un itinerario definido.

Cuentos sueltos leídos de afán y que hacían deducir cierta coherencia dentro de un conjunto no dominado, eran indicativos de un raro estilo literario, que así lo llamaré. Creo, en efecto, que Pedro Gómez Valde­rrama es un caso especial en la literatura colombiana. No se parece a nadie y se cuida de imitar a nadie. Se mantiene independiente, pero nunca desdeñoso de las demás escuelas, sino original.

Con sus fábulas ha logrado ser un escrutador discreto de la Historia. Hay en todas su tramas un duendecillo que parece ir pespuntando las noticias, reales o presen­tidas, para entresacar hechos que cualquiera los acep­taría como ciertos, y que son movidos por invisibles des­trezas para volverlos atemporales. Cuando sus persona­jes se mueven entre cortes e imperios y se codean con monarcas y soberanas, si no son ellos mismos tales fi­guras, es como si las páginas de la Historia se hicieran próximas y se confundieran con la fábula que entrelaza, sutilmente, la verdad y la mentira.

El autor considera, a no dudarlo, que la Historia guar­da un fondo sospechoso y de inventiva, al que es preci­so llegar valiéndose de la ficción, o sea, como el escudriñador ingenioso que despeja los misterios que de otra ma­nera permanecerían ocultos. Para aproximarse a tales intimidades se necesitan el lector tenaz y el investiga­dor reflexivo, una conducta que salta a la vista con sólo recorrer pocos trabajos de esta cuentística.

Este mundo tan bien manejado por lo real y lo fabulo­so, donde en fin de cuentas se pierde la noción del tiem­po y las circunstancias, sitúa al lector frente a esa Uto­pía, en mayúscula, el país que sin saberse si es cierto o imaginario, resulta fascinante.

Muchos archivos tuvo que revolver Pedro Gómez Valderrama para plasmar su propio mundo de la fábula, mundo a veces supersti­cioso, otras prohibido y también tentador, que alberga bellas y sensuales mujeres, varones impetuosos, de­monios arrebatados. Son personajes firmes, apasiona­dos o miserables, pero auténticos. En trazos profundos surge la mujer, aquí y allá, como el ser natural, llena de pasiones y gracia, de amor y voluptuosidad, sin el que la sicología fallaría en toda creación.

Y logra cuadros de enorme fuerza, como la Historia de un deseo, donde la pasión es colérica; o El con­vento de Santa Cristina, de escondidos desenfrenos; o El corazón del gato Ebenezer, ardiente constan­cia de un pecado penumbroso.

En estas fábulas, tejidas con lenguaje estructurado, medido y malicioso, se enfrenta una literatura recursiva, con la virtud de saber realzar el amor como fórmula sal­vadora de cualquier momento de la humanidad, y se aproxima a la Historia, despojada de sus trivialidades para hacerla humana y fantástica.

La Patria, Manizales, 30-XI-1980.

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