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Carasucia

sábado, 15 de octubre de 2011

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

¡Bogotá inmortal, donde un limpiaparabrisas es sinó­nimo de vida! También de picardía, de humor, de robo, de miseria, de cárcel, de muerte… porque la vida es eso y muchísimo más. Donde pelafustán suena a per­sonaje alambicado y en cambio gamín es más propio, más nacionalista, más de nuestra familia, sin importar que ante la faz del mundo el vocablo aparezca subdesarrollado, con tal de conservar nuestra autenticidad.

Pe­lafustanes los hay en las grandes urbes de la tierra, tan aviesos y astutos como los bogotanos, pero nunca tan gamines como los nuestros. Y pobreza y hambre y tur­bulencia existen por doquier; pero aquí tenemos nuestra propia, nuestra auténtica miseria, sin imitar a nadie. Y si poseemos tristezas, también gozamos de glorias que no permitimos importar.

El limpiaparabrisas es herramienta de sudor y angus­tia. Instrumento de vida que deambula escondido entre las mangas de una camisa mugrienta, en persecución de cómplices fáciles que enseñan a delinquir, de buscado­res de cosas baratas y a veces de ingenuos mecenas que ayudan a subsistir. Y como en toda actividad mercantil, el mercado se mueve por la ley de la oferta y la demanda.

Jacinto, un carasucia más, otro don nadie en la enorme ciudad de los sustos y las carreras, ha aprendido que el trabajo rinde más según sea el grado de destreza. Como la vida es agitada, no le queda tiempo para bañar­se. ¿Para qué el jabón, pensará, si el estómago acosa? Por allá en el perdido suburbio de las alcantarillas abiertas y las hambres atrasadas no existen medios de subsis­tencia. Por eso ha instalado su puesto de trabajo en el centro de la ciudad.

Se acuerda, en las noches intermi­nables de los vientos gélidos y el miedo acechante, de su padre que se le refundió hace muchos años entre los vericuetos del vicio, y espera encontrarlo algún día en la marea que se desliza por su mundo cotidiano del raponazo y el sobresalto, para llevarlo a empujones hasta el rincón donde su madre vende todas las noches pla­ceres marchitos que no alcanzan a remediar la des­nutrición que circunda su covacha.

Pero ahí está él, Jacinto, el hombre de la casa, el de los ojos rápidos y el pulso firme, que sabe trabajar. Su artículo se cotiza bajo, pero tiene clientes seguros.  Se ríe de la humanidad, porque también sabe reír. Tiene dedos de gamuza y andar de gacela. Y clientes distinguidos.

Como mi amiga Gracielita, tan fina y hu­manitaria, que estaciona de seguido su flamante automóvil frente a la iglesia de su devoción y se olvida de guardar los pequeños artefactos que para nada sirven en los días límpidos. Para Jacinto, en cambio, todos los días son brumosos. Y las noches, turbias. Piensa él que Gracielita debe vivir en un palacio aterciopelado, si son tan lujosos sus trajes y tan deslumbrantes sus joyas. «Si con tanta frecuencia estrena limpiaparabrisas, es muy rica». Y si no los guarda, allí está él para desmontarlos con sus dedos veloces y luego escabullirse como el viento.

Hoy llueve y no hay visibilidad. Mi amiga se rasca la cabeza como si con ese gesto pudiera remediar el nuevo olvido. Su marido refunfuña. Los goterones se deslizan por el vidrio e impiden todo intento de avanzar. Ella, tan amiga de los santos, es posible que rece aprisa alguna oración. Mas el milagro no llega. Y la lluvia arrecia. Se impacienta, y el marido se enoja.

Al fin se produce lo inesperado. Ha llegado Jacinto, volando, con su carrera de gacela. Maestro de la veloci­dad, en segundos quedan colocados los aparatos, como caídos del cielo. Los santos han escuchado el rezo, no hay duda. El marido, en el lenguaje mudo de las tran­sacciones innecesarias, se echa la mano al bolsillo y extiende un billete al gamín. Este lo mira y no se impresiona. Y se retira inesperadamente, dejando la mano tendida.

Jacinto tiene su ética, sobre todo con Gracielita que es tan caritativa con sus descuidos. A los buenos clientes hay que ayudarlos cuando están en apuros, piensa. Pero ella, que aparte de olvidadiza es muy escru­pulosa, que comulga todos los días y no se echará un pecado encima, se pone frenética. Y en lugar de regañar al gamín, sermonea al marido por celebrar ne­gocios sucios. Una mujer enfurecida es algo temible, sobre todo si es la esposa. El marido no tiene otra solu­ción que devolver la «mercancía».

Jacinto se aleja despacio y cabizbajo, y también ape­nado, porque los carasucias, aunque no se les note, pasan de vez en cuando sus chascos sentimentales. La tormenta lo empapa por completo y él parece burlarse de la lluvia que ha sido capaz de bañarlo y que por un momento le ha dejado la cara limpia.

Revista Manizales, julio de 1979.

 

 

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