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Barro

sábado, 15 de octubre de 2011

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Cumplo tres meses de residir en el pueblo. Es tan ruda la existencia, que cuento los días con la tonta ilusión de que así pasará más rápido el año que debo permanecer en este sitio olvidado, donde la gente se muere de tristeza y le echa la culpa al paludismo o a la tifoidea.

Mañana será un día menos largo, porque el domingo lo paso entregado al sueño, sin sensación de hambre y ausente de mujeres, ya que las pocas disponibles se las disputan los imbéciles soldados que las manosean y las enferman hasta dejarlas agotadas. Me voy a volver loco si sigo echándole cuentas a la melancolía. No sé cómo a una persona sensata como yo le da por embarcarse en estos programas de todos los demonios. ¡La maldita necesidad! En la capital tenía hambre, y antes que convertirme en un vago o de terminar en la cárcel, como le sucedió a mi hermano Campo Elías, preferí firmar el contrato con el aserrío y aterrizar en la selva.

Nueve meses pasan rápido cuando se vive en la civilización. Aquí no. Pero me hago a la idea de que el tiempo volará y pronto estaré de regreso en mi casa. «Serénate, Bernardo», escucho a veces en los momentos de angustia una voz que se apaga y se vuelve a encender como la lámpara que mi madre le ponía todas las noches a la Virgen, cuando le pedía que consiguiera yo empleo y que a mi hermano lo soltaran de la cárcel.

Me he vuelto inconforme. Pero es que esta lluvia que no ha cesado desde que llegué, desespera a cualquiera y le siembra profunda tristeza en el alma. Y estos lodazales por donde ya no se puede transitar me mantienen de mal genio a toda hora. El sol sale muy de vez en cuando y empeora las cosas: parece que hurgara en los charcos tanta inmundicia que en ellos se deposita.

El abandono que se experimenta cuando se vive tan lejos de la civilización agranda la nostalgia y agita el ansia de vuelo, como lo hacen los animales que pasan en manada y se rebullen unos con otros de contento.

Yo, en cambio, no tengo con quién platicar y siento el cuerpo rabioso de mujer, sin lograr conseguir una amiguita en el pueblo, ya que las mulatas lo miran a uno con malos ojos, pero se derriten de placer cuando los soldados las invitan a la cantina o se las llevan en intimidad a cualquier sitio. Desde que Lucero, que atiende el único almacén de víveres del pueblo, accedió a salir conmigo, se enfureció el cabo Peralta, y desde entonces no he vuelto a tener sosiego, ya que me ha amenazado con una pela si no dejo en paz a su mocita. Como no soy buscarruidos, anoche me despedí de ella.

Han corrido, entre tanto, 125 días. Todavía no ha dejado de llover. El cielo, cerrado con un telón oscuro, parece que no fuera a descubrirse nunca y solo de vez en cuando se contempla algo de la inmensidad del firmamento. Días de lluvia y soledad. Días cenicientos, con sabor a barro. Los charcos se abren como trampas por todas partes, con su fango pestilente. Ha pasado una bandada de gaviotas que picotean las nubes, y de pronto me he sentido más aliviado. No sé por qué las gaviotas me producen un fresco en el corazón: es tal vez la blancura de su ropaje y la dulcedumbre de sus formas las que me inspiran sosiego.

–Présteme más plata, don Bernardo –me dice el capataz de la finca.

¡Al diablo con los préstamos! Entre peso y peso se me han disminuido los ahorros, porque este irresponsable no devuelve el dinero que se toma en cerveza. Él no sabe de decoro. Lo dejo plantado con la negativa y sigue el camino con su tufo alcohólico.

–Mi hijo se muere –oigo la voz de una mujer a mi espalda.

–¿Y qué quiere que yo haga? –me enfurezco, sin voltear a mirarla.

Maldito pueblo donde todo es vicio, dolor y angustia. No solo la vida es monótona, sino que la fama que me he ganado de rico –¡vaya ironía!– hace que la gente me asedie con sus problemas y tristezas. Hoy estoy de peor genio que todos los días, así que me importa un bledo que el hijo de la miserable mujer, a la que ni siquiera conozco, se muera de hambre. ¿Por qué no me dejan en paz?

–Mi hijo se muere, señor –insiste la mujer.

Le tiembla la voz. Pobre negra que a lo mejor me cree milagroso. Sin atreverse a mirarme a los ojos, está indecisa y apenada. Supongo que es una ficción, ya que estas mulatas no se avergüenzan de nada. La miro con más cuidado y observo que no solo la voz, sino toda ella, con sus carnes que no son del todo negras, tiembla como un huracán. Vestida de afán, le han quedado los senos flotantes, a medio esconder, y sorprendo en ellos un aleteo.

Se me despierta el apetito, este largo apetito de castidades contenidas a que me tiene sometido la ausencia de Lucero. Y la encuentro graciosa. Sus muslos se muestran sin pudor y me siento tentado a adueñarme de su cuerpo volcánico.

–Mi hijo se muere, señor –clama con un par de lágrimas–. Solo necesito un remedio para bajarle la fiebre, y no tengo dinero.

Me mira con ojos oscurecidos, ojos dilatados de clemencia. Son dos ventanas por donde se le escapa el alma, que ahora no me equivoco en verla maternal, pues con la súplica por el hijo carbonizado de fiebre pone de afán y sin condiciones la entrega de su cuerpo.

Le paso un billete, y ella espera sumisa. En forma inconsciente me acuerdo de mis días de hambre en Bogotá, cuando recorría media ciudad en demanda de apoyo –que nadie me brindaba–, y siento un latigazo en el corazón. En la mirada de la negra veo asomarse la gratitud y un ruego para que actúe rápido. Se vuelve insinuante al desanudar una tira y enseñar morbideces que por poco hacen sucumbir la buena intención, que ya era superior a la lujuria.

Le doy un golpe en el hombro como diciéndole «vete», y la negra echa a correr por los barrizales, sin importarle que la suciedad la enlode por completo.

Como un remedio contra la desesperanza, pienso que algún día abandonaré la selva. Ya camina el año por la mitad. Un jalón más y estaré en la otra orilla. «Ánimo, Bernardo», alcanzo a distinguir la voz que consuela mis momentos duros. Me acuerdo de mi madre que me espera, y de la novia que debo encontrar en la capital, y de la carne que al fin se saciará. ¡Qué largas, qué complicadas mis abstinencias!

Vuelvo a verme con la negra. Me dice que su hijo ha curado, y me siento complacido por haber hecho una buena obra. La encuentro más atractiva que la primera vez. Ríe con sonrisa alegre y deja ver los dientes de extrema blancura. Parece que se hubiera esmerado en el traje y en sus coqueteos. Comienzo a tener otro concepto de las mulatas, a las que consideraba incapaces de buenos modales. Se llama Rosalía, y no suena mal su nombre para su figura juvenil y su cuerpo espigado. Le encimo un billete que no me ha pedido, como anticipándome a otra fiebre que de todas maneras llegará, y que en el pequeño son fiebres de verdad, y no como en mi caso, que se vuelven males de tristeza.

Rosalía se muestra agradecida y se extraña –así lo sospecho– porque nada le propongo. No lo haré para portarme limpiamente. Es asunto de principios. Ni siquiera le pregunto dónde vive. La veo alejarse cabizbaja y no dudo de que se ha ido contrariada.

–Adiós, Rosalía. No olvides buscarme cuando se enferme tu hijo.

Lodo, lluvia, miseria. Y yo que creía que solo me enfermaba de melancolía, he comenzado a tener calenturas. Hay noches espesas, de bochornos y escalofríos y sueños inquietos. Pero no me dejaré morir. Tomo medicinas y mejoro poco a poco. La idea de abandonar el pueblo dentro de un mes –¡un mes!– hace maravillas en el espíritu.

Me escapo una noche en busca de mujeres. Voy dispuesto a pelear con los soldados, con todo el mundo. Entro al rancho y me produce repugnancia la primera mujer que se me ofrece. Está harapienta y trasnochada. Esta vez, por lo menos, puedo hacerme rogar. La desprecio, pero siento lástima. Lástima por ella, que no sabe barnizar la mercancía, y lástima por mí, que no puedo disfrutar los pecados. Otra mujerzuela despreciable me agarra el brazo. Esto apesta.

Me propongo abandonar el sitio, pero de pronto aparece en la oscuridad una cara iluminada y esta sí desborda mis sentidos. Se me antoja que su cuerpo es escultural, en medio de mi sequía. Debe serlo, si los ojos de los demás caminan detrás de ella. He sido el más afortunado de todos, pues en un instante la tengo en mi poder. Unos muslos estratégicos, abiertos para el placer, me hacen recordar los de Rosalía. Brillan sus ojos con incitaciones lascivas. Y aflora una sonrisa encarnada, llena de sensualidad.

¡Pero si es Rosalía! Me desconcierto. Me desilusiona encontrarla de ramera. En este pueblo no hay, definitivamente, nada bueno. Todo es barro. Me sonríe con esfuerzo al reconocerme. Quizá no deseaba que descubriera su escondite. Me lanzo con avidez sobre ella, pero me aparta con furia. Su actitud me descontrola. Ella comprende mi turbación y se me cuelga de los hombros. Y llora.

La conduzco a su pieza y de un tirón dejo sus senos desnudos. Pero Rosalía los cubre de inmediato y me grita que me vaya. «Me odia», pienso. Miro sus ojeras y sorprendo recónditas fatigas. Termina revelándome –como si pudiera creerse en el amor de las prostitutas– que me quiere, pero no se acostará conmigo.

–Estoy enferma y no deseo contagiarlo –dice.

Sus palabras quedan moviéndose en el aire. Y me reprocha, con rabia, mi estupidez del otro día. Estos soldados son unos cerdos que todo lo infestan. Me explica que acaba de iniciarse en el oficio.

–Lo hice por necesidad –enfatiza.

Me pide que no la considere una ramera cualquiera y, para demostrarlo o quizá para dignificarse ante mí, me conduce hasta la cuna de su hijo. La criatura me mira, medio atontada, con ojos enrojecidos por la fiebre.

Alguien se apodera de Rosalía cuando la dejo libre. Me voy triste, pensando en la vida triste de las prostitutas. Creo que también tienen su moral. Algo ha sucedido en mi interior, pues deseo, por primera vez, que no corra tan rápido el mes que falta para el viaje. Y no sé si en realidad deseo irme, pues al fin y al cabo ya me acostumbré al barro.

La Patria, Revista Dominical, Manizales, 18-VI-1978.
Revista Pluma, Bogotá, marzo de 1982.

 

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