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Archivo para domingo, 30 de octubre de 2011

Salud y seguridad social

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Varios dirigentes cívicos de Ar­menia —César Hoyos Salazar, Al­berto Gómez Ceballos, Alfonso de la Cruz, Janil Avendaño y Alfonso Cardona—, que se preocupan por los asuntos nacionales, estudian, alre­dedor de la Sociedad Económica de Amigos del País, los problemas de la seguridad social.

Es conocido el general estado de deterioro admi­nistrativo y crisis económica a que han llegado las entidades encargadas de proteger a los trabajadores: el Instituto de Seguros Sociales, cuyo improvidente manejo financiero obligó en fecha reciente al reajuste de los aportes obrero-patronales y registra considerable déficit de reservas; el Fondo Nacional de Ahorro, sumido en tremenda con­fusión; la Caja Nacional de Previsión y sus homólogas de carácter depar­tamental y municipal, dominadas por la politiquería y los manejos ines­crupulosos.

El grupo de Armenia le abre campo a un proyecto de ley que busca la creación de lo que ellos denominan Banco de la Seguridad Social, que sustituiría y agruparía en un solo organismo las dependencias nom­bradas. Se alimentaría con los aportes obrero-pa­tronales y los recursos del presupuesto público y tendría las funciones de un banco de captación y crédito para administrar sus propios fondos en beneficio de los afiliados.

Aparte de seguir prestando los mismos servicios actuales, pero con mayor eficiencia y mejores sistemas de control, financiaría vivienda y establecería una fiducia para hacer rentable un fondo que proteja la época de la vejez. Y contaría con fondos especiales de redescuento en el Banco de la República destinados a reforzar la infraestructura de la sa­lud.

El nuevo molde, así esbozado en términos generales, se muestra in­teresante. Pero habría que meditar en el riesgo que representa involu­crarle al campo de la protección so­cial el azar de un ente financiero de tan difícil manejo. No creo que esto sea conveniente y por el contrario me parece peligroso.

Es aventurado atender dos especializaciones. Desmontar una empresa para mon­tar otra es tarea compleja y a veces contraproducente. Y más complicado aún es fusionar institu­ciones en bancarrota, que han de arrastrar sus propios descalabros.

Pero la idea de los amigos de Armenia, que se halla en plan de maduración, lleva implícita una inquietud que merece estudiarse más a fondo. Hay que someterla a nuevos debates y nuevas purgas para que la estructura que se propone resulte lo suficientemente sólida.

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Y ya que tocamos al Instituto de Seguros Sociales, señalemos al vuelo algunas de sus principales fallas. Los usuarios se quejan de indiferencia en el trato por parte de médicos y en­fermeras, lo que no favorece la  disposición del paciente para la cura que busca. La consulta médica se ejecuta de afán y  sin el necesario análisis. En esta congestión de masas, que ocurre sobre todo  en la capital del país, no puede ejercerse una medicina mínima.

En Bogotá las citas diarias se dan sólo por espacio de una hora, y para que la persona logre asegurar sitio en las inmensas colas que se forman, y que se cortan con rigor impresionante, debe madrugar a las cinco de la mañana. ¿Por qué no se amplía el servicio a otras horas del día? Cuando se prescribe un espe­cialista, hay que esperar 30 días. Así vistas las cosas, es prohibido enfermarse.

Las drogas se escasean de conti­nuo, y las fórmulas resulta pagándolas el usuario en una droguería particular. Otro problema es el de las incapa­cidades hasta de tres días (o sea, las que no tienen costo para el Seguro pero sí para la empresa), que se dan en forma sistemática, como por salir del paso, con serio estímulo para la holgazanería nacional y la indisciplina laboral. Y cuando se acentúa la severidad, a nadie se in­capacita aunque lo necesite. Esta falta de criterio es inexplicable.

La medicina preventiva, que de­biera ser una de las principales inquietudes del Estado, no existe. El paciente, convertido en un simple número de afiliación, se mantiene aislado de su médico (el otrora médico de familia) en este enredo de las colas y las apatías institucionales. Estos son algunos de los lunares que afean el rostro de la medicina social. Bien está, entonces, que se agite el tema para hallar soluciones.

El Espectador, Bogotá, 29-V-1986.

 

Diálogo entre sombras con Germán Pardo García

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Inmensidad del anacoreta

Este reportaje es el resultado de una gran insisten­cia. Yo sabía de antemano que entrevistar a Germán Pardo García no era empresa fácil. Casi un imposible. El poeta se mantiene aislado en su domicilio de Ciudad de Méjico y evita el contacto con el mundo externo. «El mundo falsario y estridente —como lo califica—, con el que está por contraste en bronco trato diario sacán­dole chispas a golpes de lucha». La gente lo perturba, lo disipa, lo irrita. Su alma, atormentada y fugitiva, vaga por el laberinto de penumbras en que ha convertido, desde siempre, su residencia en la tierra. Vive a plenitud su tremenda inmensidad de anacoreta.

El teléfono permanece interrumpido y las ventanas cerradas. Muy pocas personas logran traspasar el muro que lo separa del bullicio mundanal y, ya en su interior, surge la trascendental y desolada constancia de una vida que huye del ruido y la frivolidad para mantenerse en diálogo con sus dioses y sus fantasmas. Y se le considera, como ironía, tal vez el mayor poeta vivo en el mundo. Varias veces se le ha postulado para el Premio Nóbel de Literatura, pero él dice que «no nació para obtener pre­mios, para el triunfo, sino para la lucha y el dolor».

Sin embargo, me propuse comunicarme con él. Con­seguir sus respuestas se convirtió para mí en una obse­sión. Antes de tocar a su puerta llamé a su alma. Y obtuve contestación. El poeta me había cogido aprecio y accedió a mi pretensión. «Quiero ponerlo a hablar con su conciencia. Cuando se está en la última etapa de la vida el corazón habla con más sinceridad», le manifesté.

Y él, al final del diálogo y cuando las sombras se habían despejado, me expresó: «Gracias, querido amigo Gus­tavo Páez Escobar, por hacerme compañía. Ahí queda el reportaje. Pero no me torture más… No tengo Dios, no tengo eternidad, sólo la oscuridad y el terror. Aun así, le escribo en griego, el idioma que tanto me ayudó, las palabras que fueron mi divisa: «Irene kai elpis: paz y esperanza».

Niñez y adolescencia desamparadas

Quise llegar hasta las raíces de su neurosis, remo­viendo las brumas de su niñez y su adolescencia desam­paradas. El individuo, para explicarse a sí mismo y hallar la clave de sus enigmas, debe descender hasta los abis­mos de sus más recónditas honduras. En esta charla entre penumbras y frente al majestuoso símbolo de su patria colombiana, que él conserva como un grito de rebeldía — la bandera victoriosa—, habla el poeta, pero sobre todo habla el hombre. Franco, descarnado, desnudo, caó­tico, exhibe entre agnosticismos y perplejidades, entre soberbias y humildades, sus duelos y cicatrices como proclama de miserias y grandezas. «Poeta de la brizna y el cosmos», lo llama Adel López Gómez.

Con Últimas odas, la obra que acaba de salir publi­cada como las anteriores por la Editorial Libros de Mé­jico, Pardo García da por concluida su labor de 72 años ininterrumpidos haciendo poesía. Se traiciona, porque luego elaboró otro poema, como aquí se verá. Ojalá éste no sea su último reportaje. Es, por lo pronto, el de mayor densidad humana.

–Usted comenzó a ser poeta a los 11 años de edad. Su primer libro lo publica en 1930, cuando tenía 28 años. Acaba de cumplir 72 años ininterrumpidos de poesía y en ese trayecto realizó una obra extensa y selecta. Se me ocurre esta pregunta: ¿el nombre de Voluntad que le puso a su primer libro tiene algún significado con esta fecunda realización intelectual?

«En efecto, ese título de Voluntad para el segundo de los libros —porque el primero, hoy desaparecido, es Árbol del alba, publicado por Germán Arciniegas en su colección de Universidad— lleva implícito un poderoso deseo mío de no permitir que la adversidad de mi in­fancia y primera juventud doblegara mi carácter. Ahora, a los 85 años de mi atormentada vida, desgarrado por el recuerdo de mis primeros infortunios, Voluntad es no solamente el título de una obra sino el grito de rebe­lión de mi espíritu. Mi labor será oscura pero mi destino quedó cumplido».

Ahora, cuando se acerca a los 85 años de edad, interrumpe usted el ciclo con el poema Un sueño me aguarda. Y dice, refiriéndose a usted mismo (Nivel, noviembre/85): «Fue solitario y atormentado, no alcanzó gloria literaria alguna, pero cumplió su destino». Yo le refuto, maestro: su gloria es inmensa. Su nombre es universal. ¿Cree usted que habría podido cumplir la mis­ma obra y obtener la misma fama sin su aislamiento y su intranquilidad espiritual?

«Mi grande infortunio, mis pasiones sombrías, me condenaron a una inmensa soledad. Me volví la bestia herida que se esconde en su cueva a lamer la sangre que sus heridas derraman. Pero es verdad: sin ese bes­tial asalto de la existencia a mis primeros años de vida tal vez hubiese sido yo un versificador más, y no el poeta que hoy el mundo proclama. No creo en mí mismo, pero es tan abrumador el empuje de los testimonios que de todo el mundo me llegan, que me resigno, sin sober­bia, a aceptar lo que me llaman: un genio atormentado hasta más allá de la muerte».

–¿Vale la pena ser poeta de renombre, como usted lo es (postulado varias veces al Premio Nóbel de Litera­tura), a costa de una vida marginada y atormentada?

«El verdadero poeta no debe aceptar la dura ley de ser o no reconocido. Se es poeta como se es león de la selva o escorpión sumergido en los más vergonzosos te­rrenos del mundo. Yo no busqué ser un gran poeta. Crear, sí, una necesidad biológica mía, como beber zu­mos amargos o aspirar nubes deletéreas».

Poeta de las agonías

Pardo García es el poeta de la angustia, la sole­dad, las agonías. Usted ha encumbrado estos sentimien­tos, en hermoso español, al plano de la auténtica belleza. ¿Para sublimar el dolor se necesita que uno mismo sien­ta las desgarraduras de la existencia?

«Sin el dolor, sin la imagen del poeta manchada por todas las culpas, no es posible ser humano y por ende imposible ser poeta. Yo mismo me apliqué desde la infancia el terrible precepto de Menandro: nada de lo que es humano me es desconocido. Estoy atravesado por todas las espadas de la angustia, aun aquéllas que le está vedado al hombre portar sobre su cintura como palancas horribles, similares de la palanca de Arquímedes. El poeta, con su dolor como palanca, estremece al mundo, se suicida mil veces, como yo mismo me suicidé en una madrugada de espanto, pero alcanza el poder de la luz que, como afirmó Plotino, se mueve hacia la oscuridad. La luz de un gran poeta es su inmensa os­curidad».

—Leyendo uno su obra advierte, aquí y allá, la in­fluencia del páramo que usted vivió —y padeció— en su niñez y juventud. Este ambiente, unido a la dictadura de la nodriza sicópata al lado de la cual transcurrieron sus primeros años, y de la madrastra irascible y medio bruja que le infundió terror, lo marcó para siempre. ¿Es­tas dos mujeres, semblantes del páramo, no formarían en usted una aversión hacia las mujeres en general?

«A pesar de que las mujeres que presidieron mi in­fancia, nodrizas, madrastras, fueron diabólicas y me tor­turaron, nunca pude experimentar hacia la mujer un re­chazo físico o mental. Las he seguido amando hasta las postrimerías de mi vida. Mi libro Tempestad y el poema de ese libro Canto salvaje son la lucha de mi ser íntegro contra la mujer, a la que amé desesperadamente y odié hasta convertirla en un espectro del infierno que llevo por dentro, que me incendia y me devora».

La soledad física y mental

Usted no es un cantor de la mujer. El amor lo toca tangencialmente. ¿No le faltaría la compañera per­manente y auténtica que compartiera su esencia varonil?

«Fui la soledad física y mental más aterradora que es posible imaginar. La forma como se desenvolvió mi infancia en las colindancias de los páramos colombianos que me formaron a su imagen y semejanza me condenó al aislamiento químico y físico del ser. No pude, no puedo tolerar delante de mí una presencia insistente. Ni siquiera un dulce animal doméstico, como los perritos que me siguieron en mi destierro. Comienzo, como los potros que nunca han sido montados, a escarbar con mis pezuñas, a bufar, a odiar al que insista en acompañarme. Y, a la postre, me quedo, me quedé, como lo quise, mortuoriamente solo».

«No tengo Dios, no tengo esperanza»

La muerte está presente en su obra a través de muchos símbolos: la angustia, la soledad, la ansiedad, las sombras, el páramo… Me gustaría saber si morir es para usted una liberación o un golpe, un hallazgo o una negación.

«A pesar de mi inmersión en el enorme pensamien­to griego, en este caso la epístola de Epicuro a Meneceo, la muerte la considero un acto negativo de la naturaleza. No tengo Dios, no tengo esperanza, y la presencia de la muerte me atribula y enfurece, porque no la considero, como los filósofos románticos, un tránsito, pero sí una evolución de la materia».

El 29 de septiembre de 1979, usted se cortó las venas, y el presidente de Méjico, licenciado José López Portillo, lo salvó mediante los auxilios rápidos de la Cruz Roja. Entiendo que entonces pasaba usted por una fuerte depresión. ¿Ha logrado superar este estado de ánimo?

“En efecto: el 29 de septiembre, día domingo, a las 5 de la mañana, en un trance de pavura, destrozado materialmente por la imagen de una mujer a la que sigo amando, sin recursos económicos suficientes para salirme a la media noche a desalojar mi angustia por medio del juego —he sido tahúr desde los 18 años—, me sobrevino una crisis salvaje, quizá como la de Silva, y me abrí las venas.

“Mi sangre quedó espantosamente re­gada por mi humilde apartamento, se regó de la vasija en que yo la veía acumularse, salió a la calle; un amigo vio aquel drama, derribó la puerta y me arrastró mori­bundo hacia la Cruz Roja. Allá, médicos eminentes en­viados por la primera autoridad de la República me volvieron a la vida cuando ya mi corazón apenas tenía 25 pulsaciones. Me alojaron en un sanatorio, después fui a convalecer a la casa de una prima hermana mía, y al mes me levanté del sepulcro, como Lázaro, aterrado de vivir y de morir, me cambió la mirada, se me volvió honda y desolada, y toda mi estructura física y moral quedó modificada por completo.

“Por contraste, comencé a cantar como jamás lo había hecho, y Tempestad, la obra salida como una fiera hambrienta desde el fondo de mi padecer y de mi derrota, fue mi libro supremo, mi lenguaje adquirió una densidad desconocida y es el libro que no ha escrito aún ningún poeta. Se lo digo con humildad pero con soberbia, porque un gran poeta sin soberbia es como un águila sin alas».

Idea negativa de la muerte

–Como auténtico cantor de la muerte, con la que se codeó, ¿qué supone que vendrá después de la vida? ¿Le teme al hecho físico de desaparecer? ¿O, por el contrario, desea sumergirse pronto en ese sueño qué lo aguarda…?

«No tengo de la muerte, como le digo, sino una idea negativa. Ella no es para mí sino la desintegración de un ser para unirse a la materia universal. He creído poderosamente en la materia, y como usted lo vio en Últimas odas, la materia es para mí, como para Parménides, «la razón de ser del universo». Fui astrofísico como no lo ha sido otro poeta del mundo, y me volví cósmi­co y soñé con la vida y la muerte en razón de ser as­trofísico. Debo mucho de ello a los grandes líricos ale­manes, principalmente a Novalis».

–Mucho me ha llamado la atención el hecho de que usted fue hasta los 82 años tahúr profesional. Utili­zó, inclusive, dos nombres ficticios de jugador para no manchar su excelso nombre de poeta: en Colombia fue Manuel Zárate y en Méjico José Pelayo. Como quien dice, dos fantasmas encubiertos por una gran personali­dad. ¿Esta inclinación por los antros responde a algún sentimiento frustrado de su niñez?

«Como usted lo ha leído en Etiología y síndrome de una angustia, a los 18 años el desamparo, la miseria, la soledad en que vivía, me arrojaron en los brazos desnu­dos y crueles del juego. Nadie lo supo sino hasta ahora. Y nadie me lo cree, porque no fue Germán Pardo Gar­cía el tahúr, el lenón*, el burdelario, el vago nocturno, sino, en Colombia, Manuel Zárate y, en Méjico, José Pelayo, nombres que me puse como una máscara para cubrir mi desvergüenza y no ser rechazado por la gran burguesía que rodeaba a mi padre, el ilustre magistrado doctor Germán D. Pardo, que nunca supo, como no lo supieron mis desventurados hermanos, que yo era un detritus de la noche, y un dandy, un gran señor en el día».

Las esferas del bajo mundo

—En su juventud, usted frecuentó los bajos mundos del hampa y la prostitución. Fue estudiante rebelde, aunque inteligente y aprovechado. Fue precoz para el latín y el griego, pero reacio a las solemnidades aca­démicas. Fustigó, con sus indisciplinas, a sus profesores. En síntesis, comenzó siendo una mezcla de vagabundo, insolente, antisocial, tahúr, estudioso y poeta… Explíqueme, por favor, esa rara amalgama.

«No acierto a explicar con certeza cómo fui a rodar a las esferas del bajo mundo y del hampa. Pero experi­mentaba un afán sordo, un deseo infinito de mezclarme con lo más hediondo de la sociedad, allá y aquí, en busca de una atmósfera satánica que me fascinaba y que es la columna vertebral de mi vida y de mi obra. A los 82 años tuve que retirarme, porque ya mi naturaleza no aguantaba las noches enteras en pie entre prostitutas, ebrios, homosexuales, fracasados, hombres que la marea nocturna arroja a las riberas, devorados por sus delitos, peces hediondos en la playa de un mar impío y agobiador. Toda mi vida quedó signada por esta manera dúplice de existir.

“Manuel Zárate y José Pelayo se arrastra­ron por los delitos que guardo dentro de mí, y salpicaron y alcanzaron a manchar el peplo del poeta amado de los dioses. Manuel Zárate y José Pelayo murieron antes de mí, pero Germán los ama y los recuerda con lágri­mas. Muchos que han sabido tardíamente cómo fui en verdad me miran con desdén y me arrojan saliva. Yo alzo la testa humillada y les muestro que porto sobre los hombros casi cuarenta libros, obra nunca escrita por otro poeta cualquiera del mundo y que, si se penetra, deja escapar un vaho fétido, parecido al que surge de las letrinas de las grandes avenidas. Eso fui: una metró­poli con deslumbramientos arriba, y por dentro la depravación y el caos».

–¿Ha sido bebedor o adicto a la marihuana y las drogas alucinógenas? ¿Ha necesitado de estos recursos para inspirarse o evadirse de este mundo de fantasmas?

«Con el propósito de que nada de lo humano me fuera desconocido, según el mandato que me diera Menandro, me valí ocasionalmente de alucinógenos y drogas inter­dictas. Pero no las necesitaba para crear: de por sí mi siquis estaba desquiciada y cualesquiera drogas no hacían sino atormentarme más».

Temporada en el infierno

Usted, como Rimbaud, ha pasado su temporada en el infierno. Y como él, ha sido un poeta iluminado. La única diferencia es que él murió joven y usted va a morir viejo. ¿Considera que para el poeta es indispen­sable descender —o ascender (y aquí también incluyo a Porfirio Barba-Jacob, a quien usted conoció en perso­na)— a los límites luciferinos?

«El verdadero poeta es ya de por sí un ser contra natura, y su asomo a los resquicios de la podre humana no es una invención sino una necesidad de su conciencia. No creo en los poetas académicos, en los Premios Nóbel, en las condecoraciones. Una muy ilustre que me dio Colombia la jugué en una noche de tragedia, de miseria total, de locura, y la perdí. La rescaté en una noche de azar y de horror, y para no volverla a jugar se la regalé al poeta colombiano Luis Enrique Sendoya, aquí residen­te.

“Otra condecoración que me dio mi entrañable amigo el presidente Betancur, y que me fue impuesta por el embajador de Colombia aquí, hace dos años, al terminar la ceremonia me la quité y se la regalé al mismo embaja­dor. Soy incapaz de portar sobre mi pecho desolado algo que me distinga. Sé cómo soy por dentro y cuando me enteré de que en Ibagué le habían puesto mi nombre miserable a un colegio ilustre, protesté con violencia, pero de nada sirvió. Mi nombre sigue ahí, infamando a ese colegio».

Vida en Méjico

Desde muy joven se fue a vivir a Méjico y sólo eventualmente ha regresado a Colombia. El poeta meji­cano Carlos Pellicer, por quien usted se estableció en el país azteca huyendo de una época bárbara para usted en Colombia, representa, sin duda, una especie de sombra protectora. ¿Qué sentimientos guarda hoy en día por su patria colombiana?

«Vine a Méjico el 14 de febrero de 1931, invitado por Carlos Pellicer y antes por José Vasconcelos. A los dos los amé hasta el delirio. Pero Colombia es mi norte físico, hacia ella apunta la aguja magnética de mi vida sin órbitas, y una bandera de la patria está siempre en mi modestísima habitación».

Descubro signos conflictivos en sus comienzos co­mo desorientado (y pavorido, mejor) habitante del pá­ramo. Quisiera, y perdóneme que insista en buscar algu­nas claves en su oscura niñez, que me definiera en pocas palabras el sentido de estos personajes en su vida: su padre, su madre, su nodriza, su madrastra, sus hermanos, el páramo, la mujer, el hampa, el juego.

«Mi padre, un ser constructor formidable. Positivo siempre. Mi madre, no la conocí. Mi nodriza, una bruja de la noche de Walpurgis**. Mi madrastra, la esposa de Satán. Mis hermanos, ignorantes de mí. El páramo, la razón de ser de mi subconciencia. El huracán del pára­mo no ha cesado un instante de soplar sobre mí. La mujer, un estado de ser de mi naturaleza, un conflicto, un sexo abierto atormentándome. El hampa y el juego, mis hospitales nocturnos».

Tal vez para el común de la gente sea usted un ser descreído. Yo, por el contrario, creo que tiene fe. Pero admito que es víctima de grandes conflictos. Así se confiesa usted mismo en Etiología y síndrome de una angustia. Germán Pardo García puede ser, en mi con­cepto, escéptico pero no descreído. De lo contrario, las célebres palabras anotadas al comienzo de sus libros y en sus cartas a los amigos —Paz y esperanza— (o Irene kai elpis, como le gusta paladearlas en griego), no tendrían sentido.

«No tengo fe, y me hace falta creer en Dios, en algo más allá. Sin ideas teológicas desde mi juventud, he flo­tado como una bandera derrotada. Si yo tuviera Dios, no hubiera llegado a las negras orillas de la tánatos***  griega desprovisto de todo auxilio humano. Si supiera, si pudiera rezar, rezaría. ¿Pero a quién, si no creo sino en la materia? Por ella he vivido y trabajado como verá usted en Las voces del abismo. Toda intención, toda la buena voluntad que pongo en creer, fracasan”.

La sombra, elemento sublime

Usted aparece en las fotos entre sombras. Le gusta que el claroscuro sea su telón de fondo. Esto le ha dibu­jado un enigma a su personalidad. Y supongo que us­ted, que es un maestro en artes gráficas, ha creado, para transmitirse mejor, estos ribetes de misterio. Hablemos de sombras, maestro.

«La sombra es para mí uno de los fenómenos más sublimes del universo. Tengo la certidumbre de que todo el universo es sombra, y esa sombra formidable me en­volvió por completo, no como una entelequia, sino como un postulado físico. Por desventura, mi penetración en el universo, llevado de la mano de Einstein, mi primero y mi único maestro, me condujo al caos. Yo creo que a pesar del orden matemático del universo, el caos im­pera.

“Las estrellas novas, los hoyos negros, las moléculas aerodinámicas, todo me indica que el universo no ha acabado ni acabará de formarse jamás. Estas son divaga­ciones de un hombre que se extravió de toda la ciencia que ha bebido sin poder asimilarla, y el ser un matemá­tico, un científico, me destruyó para siempre. Ahora, al borde de los 85 años, acabo de escribir un poema ate­rrador: Divagación sobre las ideas. Usted lo verá en Ni­vel. Es un último asomo de espanto, del caos».

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* Lenón: vocablo latino que en la antigüedad expresaba lo que para nosotros significa alcahuete y que con el pulimento de los siglos quedó en rufián, que es como se usa hoy.

** Walpurgis: se refiere a una leyenda medieval del norte de Europa y muy emparentada con las de la Selva Negra en noches de conjunciones astrales calculadas por brujos y nigromantes para evocaciones malignas.

*** Tánatos: expresión griega que abarca la idea de la muerte y se extiende al sentido de desastre, ruina, torpor.  El ruso Elie Metchnikoff creó en 1901 la palabra tanatología, o sea, ciencia de la muerte.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 14-IX-1986.
Hojas Universitarias, Universidad Central, Bogotá, julio de 1988.
Occidente, Cali, 12-III-1989.

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Comentarios:

Solamente un hombre joven como usted, limpio de toda pequeñez, grande y hermoso en sus ámbitos, podía acercarse a mis oscuridades, no extraviarse en ellas, perdonarme y aceptar las extrañas simbiosis de que estoy constituido, y comprender mi entropía como algo que no pertenece a la creatura humana y se forma en las órbitas confusas del cosmos, en las doctrinas de los enormes físicos matemáticos y astrónomos que, al ser contemplados por mi espíritu, me desintegraron por completo e hicieron de mí una creatura mitad bestia y mitad pensador y poeta. Germán Pardo García, México, D. F.

Mil gracias por el envío de su correspondencia con el maestro Pardo García, a quien tanto quiero, a quien admiro tanto. Y a quien Colombia debe mucho, por la gloria que le ha dado, con una poesía ya colocada entre las más bellas jamás escrita. Belisario Betancur, Bogotá.

Tu reportaje con Germán Pardo García es una pieza magistral. Lograste una imagen patética, inquietante y total, tal como es ella en su tremenda y delirante verdad, en la intimidad que yo conozco y conocí siempre en medio siglo de mi amistad estrechísima con él. Y en interpretación, además, por tu parte de su quimérico mundo agregado, que él ha creado y convertido en su verdadera verdad. Adel López Gómez, Manizales.  

 

El caso Duque

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Alberto Duque, llamado barón del café, fue condenado en Es­tados Unidos a 15 años de prisión, fallo que de acuerdo con las leyes norteamericanas quedaría reducido a 5 o 6 años de cárcel efectiva por no existir en el inculpado antecedentes penales. De haberse castigado en todo su rigor los diferentes delitos en que incurrió, éstos habrían signifi­cado 288 años de prisión, cifra irreal para la breve existencia del hombre. Hubo, por consiguiente, generosidad en la sentencia.

No se trata de hacer cálculos innecesarios sino de sacar algunas conclusiones, ya de estricto orden moral, sobre la delincuencia que protagonizan, con espectacularidad y arrojo, los personajes del llamado jet set internacional. Es la misma delincuencia en que caen, dentro del ambiente nacional, al­gunos ejecutivos con ánimo de fi­guración y con ansias incontenibles de poder y dinero.

Alberto Duque, empresario brillante que hubiera podido dirigir con éxito cualquiera de nuestras grandes industrias, prefirió desviarse por los caminos seductores y fantasiosos de la riqueza rápida. Dueño de enorme habilidad para moverse entre los laberintos de las cifras millonarias y extraer de éstas resultados inaccesibles al co­mún de la gente, no se conformó con el ritmo razonable de los números, que aconseja prudencia y sabiduría, sino que se dejó dominar por la am­bición más allá de lo lícito.

La ambición constituye uno de los mayores motivos de las desgracias humanas. Cuando el hombre, pudiendo disfrutar de una vida holgada y gratificadora, pierde la cabeza por el dinero concupiscente, alcanza el infortunio. Duque, a quien el éxito de los negocios llegó muy temprano, se enredó entre su propia destreza para multiplicar capitales. Como quería siempre más, vicio peculiar de los capitalistas, no midió riesgos y se dejó seducir por los dólares frenéti­cos con los que sostenía su imperio de la fastuosidad y el derroche.

Matriculado en el jet set, comen­zaron a surgir yates, automóviles, palacios y lujos principescos, todo lo cual debía alimentarse con los ne­gocios audaces y las chequeras abultadas. Esta red de riqueza, sexo, aventura y escándalo social es la que mueve a los protagonistas de la frivolidad mundana entre excentricidades y apetencias sin fin. Es un éxito caduco, porque también es deleznable.

Ese, por desgracia, es el ter­mómetro que midió la fama del playboy internacional. Así se explica la caída del tristemente cé­lebre barón del café. Se le abonan, irónicamente, su intrepidez y su in­teligencia para penetrar en los complicados círculos económicos de los Estados Unidos hasta realizar transacciones desconcertantes. Con tales recursos y conforme consoli­daba su prestigio de mago de las finanzas, deslumbró a los mayores capitalistas neoyorquinos.

Comenzó saltando simples escollos aduaneros y terminó violando los códigos más rígidos, hasta llegar al fraude al Estado, uno de los delitos más condenados por la legislación norteamericana. El imperio se de­rrumbó de un momento a otro. Y fue tal el impacto de la caída, que el es­cándalo repercutió en todo el mundo. Los abogados, claro está, buscarán la rebaja de la pena. Lo más importante no son los años de prisión sino la pérdida del honor y la afrenta para el nombre de una familia. Ju­ventud frustrada en pleno éxito por el vértigo de la notoriedad y el dinero dañino.

Queda la lección para las mentes inquietas y deslumbrantes que sa­crifican la vida de tranquila por la carrera alocada de los negocios desbordados. Duque, como tantos otros que hemos visto en nuestro país atrapados entre los señuelos del di­nero falaz, hubiera podido acometer grandes empresas de bienestar so­cial. Lo que le sobró de ambición le faltó de prudencia y madurez. Ya se ve que tanta carrera y tanto brillo no conducen a nada.

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La voz del lector. Dice Rafael Genez Prestán, desde Cartagena: «Si después de la visita del Papa sumá­ramos las inversiones realizadas, constataríamos que no menos de cien soluciones de vivienda hubiéramos podido donar a personas pobres y humildes que si desayunan no al­muerzan».

El Espectador, Bogotá, 26-V-1986.

 

Guías para el buen gobernante

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El emperador Adriano marcó en la historia de Roma uno de los pe­ríodos más progresistas como re­formador de la administración pú­blica e impulsor del comercio, la in­dustria, la agricultura, las artes y las letras. Las obras públicas ganaron en esplendor y en servicio a la comu­nidad.

Entendió que las contribu­ciones al Estado no deben ser ago­biantes sino racionales. Fue juez imparcial y severo, a la vez que hombre generoso. Su mandato so­bresalió por la pulcritud, la dinámica, la justicia.

Margarita Yourcenar empleó 27 años estudiando esta formidable personalidad. «Me complací —dice— en hacer y deshacer el retrato de un hombre que casi llegó a la sabiduría». Memorias de Adriano es el libro del buen gobernante y por él deberían orientarse todos los mandatarios del mundo. Veamos al vuelo algunas de sus ejemplares enseñanzas:

El ejercicio del poder: «Somos funcionarios del Estado, no Césares. Razón tenía aquella querellante a quien me negué cierto día a escuchar hasta el fin, cuando me gritó que si no tenía tiempo para escucharla, tam­poco lo tenía para reinar».

La burocracia: «Parte de mi vida y de mis viajes ha estado dedicada a elegir los jefes de una burocracia nueva, a adiestrarlos, a hacer coin­cidir lo mejor posible las aptitudes con las funciones, a proporcionar posibilidades de empleo a la clase media de la cual depende el Estado. Veo el peligro de estos ejércitos civiles y puedo resumirlo en una pa­labra: la rutina». (No se trata de cambiar por cambiar, vicio muy a la colombiana llamado clientelismo, sino de capacitar a los ser­vidores públicos para que sean efi­cientes).

Leyes obsoletas: «Tengo que confesar que creo poco en las leyes. Si son demasiado duras, se las transgrede con razón. Si son dema­siado complicadas, el ingenio humano encuentra fácilmente el modo de deslizarse entre las mallas de esa red tan frágil. Toda ley demasiado transgredida es mala: corresponde al legislador abrogarla o cambiarla».

Reforma agraria: «Acabé con el escándalo de las tierras cejadas en barbecho; a partir de ahora, todo campo no cultivado pertenece al agricultor que se encarga de apro­vecharlo».

La ciudad civilizada: «Quería que todas las ciudades fueran espléndi­das, ventiladas, regadas por aguas límpidas, pobladas por seres huma­nos cuyo cuerpo no se viera estro­peado por las marcas de la miseria o la servidumbre, ni por la hinchazón de una riqueza grosera».

Los impuestos opresores: «Me opuse al desastroso sistema de im­puestos que por desgracia se sigue aplicando aquí y allá».

Diferencias sociales: «Parte de nuestros males proviene de que hay demasiados hombres vergonzosa­mente ricos o desesperadamente pobres».

Los intermediarios: «Se necesitan las leyes más rigurosas para reducir el número de los intermediarios que pululan en nuestras ciudades: raza obscena y ventruda, murmurando en todas las tabernas, acodada en todos los mostradores, pronta a minar cualquier política que no le propor­cione ganancias inmediatas».

La economía: «Una distribución juiciosa de los graneros del Estado ayuda a contener la escandalosa in­flación de los precios en épocas de carestía».

Oxígeno palaciego: «Mi séquito, reducido a lo indispensable o a lo exquisito, me aislaba poco del resto del mundo; velaba por mantener la libertad de mis movimientos y para que pudiera llegarse fácilmente hasta mí».

Frases memorables: «Demasiados caminos no llevan a ninguna parte». «Nuestro gran error consiste en tratar de obtener de cada hombre en particular las virtudes que no posee, descuidando cultivar aquellas que posee». «Tener razón demasiado pronto es lo mismo que equivocarse». «No estoy seguro de que el descu­brimiento del amor sea por fuerza más delicioso que el de la poesía». «Los pueblos han perecido hasta ahora por falta de generosidad».

*

Y… ¡el descanso!: «Busqué pri­mero una simple libertad de vaca­ciones, de momentos libres. Toda vida bien ordenada los tiene, y quien no sabe crearlos no sabe vivir.» (Quien no busca tiempo para des­cansar, no tiene cabeza para go­bernar…)

El Espectador, Bogotá, 22-V-1986.

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La ley del terror

domingo, 30 de octubre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En Bogotá se denuncian diaria­mente alrededor de 30 saqueos de residencias, 15 robos de vehículos y 20 raponazos. Estos índices, por sí solos, muestran que estamos en una de las ciudades más peligrosas del mundo. El problema se vuelve mucho más dramático con los robos de negocios, las muertes violentas, los heridos, las violaciones de menores y toda suerte de tropelías que se cometen en la oscuridad y a la luz del día.

A tal grado ha llegado la falta de confianza en las autoridades que a la gente no le gusta denunciar los de­litos. Se teme a las trabas de la justicia, con lo que significa el espinoso camino de las pruebas y los careos, pero sobre todo existe el convencimiento general de que la ley es ino­perante. Los malhechores hacen de las suyas en esta apabullante metrópoli que se salió, hace mucho tiempo, del control policial. La Policía, con todo y sus progresos, carece de medios sufi­cientes de represión. Por eso, la criminalidad vive campante. Lo que se dice sobre Bogotá es extensivo a la mayoría de las otras ciudades co­lombianas y todo esto representa un general estado de inseguridad na­cional.

Esta racha de desgracias públicas, que cada vez se agrava más, ha to­cado tales extremos, que los habi­tantes capitalinos caminamos con la muerte a cuestas y no estamos pro­tegidos ni bajo las fortalezas —¡triste y deprimente espectáculo!— en que hemos convertido nuestras casas de habitación. Hoy Bogotá es una ciu­dad enclaustrada, atrincherada, irrespirable, donde la vida parece movida por estertores. Por las calles permanecemos bajo la amenaza de las armas de fuego, los cuchillos y las navajas, y en el hogar bajo el asedio de las bandas organizadas que a cualquier momento irrumpirán cual hordas diabólicas.

Ya ni los sitios de mayor concu­rrencia se libran de estas asonadas, como acaba de ocurrirles a los asis­tentes a una conocida discoteca que, atemorizados por revólveres y me­tralletas, tuvieron que entregar sus pertenencias y luego contemplar, atónitos, la fuga de los piratas sin ningún policía o carro policial que contrarrestara la acción.

Es impresionante el robo de ve­hículos. En los semáforos, en los parqueaderos, frente a los super­mercados y en las propias puertas de la vivienda estamos expuestos a la em­bestida de los jaladores de carros. Si se opone resistencia, la muerte es segura. Y si se logra re­cuperar el vehículo, éste será entregado a medias, luego de extenuantes diligencias, saqueado por los propios empleados judiciales. Lo que no queda en manos de los rateros se pierde en poder de los encargados de aplicar justicia.

Esta Chicago suramericana, campeona del raterismo criollo, es, hoy por hoy, una universidad refi­nada de la peor delincuencia. Los extranjeros le tienen pavor a la lle­gada a Bogotá por conocer de an­temano los peligros que ellos mismos, al regreso, se encargarán de certi­ficar. Es la imagen que por desgracia, y en forma alguna gratuita, se difunde por los cuatro vientos del turismo internacional. Antes que lamentarnos de mala prensa debe­mos tomar conciencia de las pro­porciones del problema y rectificar nuestra propia disolución moral.

*

¿Qué va a hacer el próximo Go­bierno para reprimir esta ola de gangsterismo? ¿Cómo va a responder a las angustias de una población que se siente a todo momento en el filo de la navaja? El problema es más serio de lo que a simple vista parece. Y no se exterminará con más carros y policías y ni siquiera con penas más severas. Las raíces son sociales y es hacia ellas a donde deben mirar los gobiernos.

Primero hay que mejorar las condiciones económicas del pueblo. No se puede aspirar a la solución del delito si por las calles de las ciudades hay hambre y miseria. No puede haber paz social con estómagos va­cíos, ni unidad hogareña con padres desempleados e hijos holgazanes.

Mientras las distancias entre ricos y pobres sean tan protuberantes —los unos derrochando riquezas y los otros durmiendo bajo cartones en las calles bogotanas—, habrá violencia. Si se ataca este foco aparecerán las verdaderas soluciones. Que vengan después el ejercicio de una justicia severa y la aplicación de los medios modernos de vigilancia callejera. No olvidemos que la calentura no está en las sábanas.

El Espectador, Bogotá, 15-V-1986.

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