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Jugando a la felicidad

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

María Eugenia es una niña moderna. En lo de «niña» hay un término más cariñoso que real. Le calculo 24 años. No le he preguntado la edad, porque no me interesa, pero de haberlo hecho su­pongo que tampoco me la habría confesado, por esa idea muy sutil, y por eso mismo muy femenina, de vivir peleando con el calendario. Yo no en­tiendo por qué la mujer se empeña en disgustarse con los años. Es una ma­nera de engañarse, de fugarse de la realidad, aunque también un arma feme­nina, un truco de la coquetería, que deben respetarse.

La edad, se dice, la marca el corazón y no el almanaque. Puede ser cierto. Lo es en la medida en que el corazón sea sincero. Muchas, y acaso la generalidad de las mujeres —aunque aquí también podemos involucrar a los varones necios— se enveje­cen repitiendo que tienen un corazón joven y pretenden disimular las arrugas y las inexorables marchiteces con pueriles disculpas. Abundan los corazones marchitos y envejecidos prematuramente que se obstinan en pregonar mocedades imposibles.

María Eugenia es una niña radiante de juventud. No tiene necesidad de disgustar con su corazón. Y ojalá, con el correr de los años, no se enrede con cuentas ingenuas y mantenga el mila­gro, que pocos consiguen, de que el rostro y la mente se conserven frescos, por más que las arrugas y las canas des­pisten a los envidiosos. ¡La edad des­pierta no pocas envidias!

Hoy María Eugenia se casó. Lo hizo a su manera, llevándole la contraria a muchas personas que deseaban verla coronada de azahares y luciendo complicados atuendos. No se casó por la Iglesia. Pero espera ser feliz. Fue un matrimonio silencioso, casi que secre­to, ante un juez y unos pocos testigos. Es la moda.

María Eugenia es una mu­chacha de la nueva generación, que no niega su generación. Con el rostro ra­diante y el corazón jubiloso, sin azaha­res ni relumbrantes vestimentas, se des­posó en breve ceremonia. El juez hizo a la pareja unas pocas adverten­cias, apenas las de ley, para que los nuevos esposos no re­sulten pidiendo el divorcio al primer obstáculo.

Ellos saben lo que hacen. Sus pa­dres, sin entrar en problemas, se pres­taron al matrimonio civil, aunque hu­bieran preferido el católico. Entien­den la evolución de los tiem­pos. Y comprenden a la juventud. Los jóvenes de hoy no quieren comprome­terse, no desean muchas li­gaduras. Por eso, creo, María Eugenia se casó sin estruendo. No hubo repique de campanas ni marchas nupciales. Apenas una mirada de cariño a su es­poso y el propósito de una unión in­destructible.

Es de las primeras parejas que se ca­san por la nueva ley de matrimonio ci­vil. Lo hizo con decisión y sin violen­tar las costumbres sociales. No quiere correr el riesgo de una unión indisolu­ble, y sus razones tendrá. Se plantea, entre tanto, la duda de, si rompiendo tradiciones, buscan estas parejas la li­beración o la comodidad. Pero por en­cima de cualquier consideración prefie­ro saber que mi amiga se propone ser feliz. Como en el rito católico, hubo ju­ramentos de amor y fidelidad. Y tam­bién, como en él, se sabe que los juramen­tos son frágiles.

En los ojos de María Eugenia había un destello de seguridad. Rompió la tradición familiar, pero lo hizo cons­cientemente. Es una juventud que se lanza en busca de su destino. Nadie le reprochó que no se hubiera casado por lo católico. Todos nos limitamos a de­searle buena suerte.

Yo pongo un deseo más: que no deje envejecer el corazón, por más que con el tiempo se insubordine la vani­dad femenina.

A las mujeres comienza a preocupar­les más la edad cuando dejan de ser niñas, y María Eugenia ya no es una niña.

La Patria, Manizales, 1-III-1976.

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