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El fantasma de Hughes

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Detrás de cada hombre existe siempre un miste­rio. La vida, lo mismo para el rico que para el pobre, para el genio que para el ser intrascendente, es enigmática, por lo mismo que es impenetrable. Tiene el genio, entre sus virtudes aparentes, la inclinación a esconderse de los demás y en ocasiones a sepultarse en la soledad, lo que no siempre es muestra de libe­ración, sino que también puede serlo de chifladura o desencanto. Los grandes filósofos han sido hombres solitarios y esclavos de la egolatría, que huyen del mundo externo para cultivar la individualidad. Y lo que parece una tendencia enfermiza de desprecio a la gente, se convierte para muchos en el único ca­mino posible para producir obras maestras, concen­trados en sus cavilaciones.

Sin esos rigores y excentricidades la humanidad no tendría talentos. No se sabe, en fin, si el genio es un loco o un cuerdo, pero se supone que posee ambos ingredientes. No resulta absurdo pensar que en este mundo de locos, los verdaderos cuerdos son los que poseen la chispa de la excentricidad, con la diferen­cia, tal vez, de que si ésta se alborota, se desquicia la mente. ¡Cuántas lumbreras se habrán apagado ante irreparables cortos circuitos!

Howard Hughes, el septuagenario hombre de negocios que acaba de morir nadando en medio de una fabulosa fortuna, es una de esas rarezas que obligan a indagar, como si esto fuera fácil, por el misterio que se llevó a la tumba detrás de una vida que en sus últimos veinte años quiso pasar en el más completo encierro. Dicen los cables que murió «muy viejo y extenuado», como si se estuviera haciendo un descubrimiento. Y agregan, para darle dramatismo a la noticia, que terminó pesando 45 kilos. La curio­sidad sobre este hombre recóndito conduce a acen­tuar pequeñeces.

El taladro millonario

Su deceso se produjo en las alturas, sin duda co­mo él lo deseó, en un vuelo de emergencia entre su asilo de Acapulco y su ciudad natal de Texas, a don­de se dirigía apremiado por quebrantos de salud. Conoció, como parece, todas las satisfacciones de la vida, y con ellas también las frustraciones. Arrancó, a muy corta edad, desde un taller de herramientas petroleras que en poco tiempo convirtió en poderosa fábrica productora de la fama y la ampulosidad del genio financiero que habría de multiplicar en dólares millonarios todo cuanto tocara. Creó un real imperio económico y no hubo empresa que se resistiera ante su habilidad creadora.

Su poder de inventiva era asombroso. A los 19 años heredó de su padre, por no decir que usurpó, el taladro que en sus manos le abriría el camino de la prosperidad. Un comentarista afortunado dice que este taladro petrolero perforaba la roca como si fuera lodo. Mejor definición no puede encerrarse en tan pocas palabras, ni hay mayor acierto para ubicar el talento de quien se lanzaba a conquistar millones con una mente superdotada. Con el ímpetu de esa voca­ción nacida para el negocio amasó una de las mayo­res fortunas del mundo. Lo mismo compraba volun­tades que casinos en Las Vegas, fabricaba helicópte­ros y se adueñaba de acciones y sociedades.

Productor de cine, piloto y playboy, en torno su­yo comenzó a tejerse la leyenda que ya nunca habría de abandonarlo. Su pasatiempo fueron las artistas de cine. Con algo de intuición podría sospecharse que no fue la mujer, por sí misma, su debilidad. Se dedicó a cazar luminarias del cine y, conforme avanzaba en sus devaneos, reforzaba la industria cinema­tográfica para sus conquistas amorosas.

Hoy resul­tan apenas vestigios de una época efímera, posibles desvaríos del hombre dueño de la fama y del dinero, que no podía prescindir del sexo relumbrante dentro de su universo todopoderoso. De sus aventuras de aquella época queda una galería de bellos rostros, y nada más, que el paso de los años ha terminado des­dibujando. La mayoría de esas beldades desapare­cieron de la escena de la vida.

Una vida tormentosa

Alguna noticia fugaz menciona, más entre líneas que con certeza, algún romance serio. No faltará quien invente hoy, con los inevitables toques noveleros, alguna frustración sentimental para justificar su aislamiento. Toda especulación es posible, pero como Hughes se marchó con el hermetismo que na­die logró romper, habría que pensar que los biógra­fos afanosos de plata, que no faltarán, van a resultar farsantes.

Tal el bosquejo de esta rara personalidad que, luego de crear un imperio económico, de volverse monstruo y mito a la vez, se hizo ermitaño. Refugia­do en los pisos superiores de elegantes hoteles, pare­cía una fortaleza. Muy pocos lograron penetrar a sus dominios. Huía del mundo y entre sus escrúpulos se habla de su aversión a dar la mano a la gente.  Y si lo hacía, luego se desinfectaba por horror a los micro­bios.

¡Vida tormentosa la de este pobre millonario con miedo a la luz, a los espacios abiertos, a la gente! Sus médicos, si los tuvo, quizás nos descifren si era un neurótico, un higienista o un fantasma. Y que no falte el Oscar Wilde contemporáneo que sea capaz de fabricar incógnitas travesuras para este monstruo de nuestros días y ponerle los enredijos y la moraleja que merece su vida novelesca.

Dos ramos de flores

La mayor ironía se encuentra en el episodio so­bre la autopsia en el hospital de Houston donde un funcionario exclamó: «Este no es un cadáver ordina­rio. Es el cadáver de una corporación y vale 7.000 millones de dólares». Pero el representante de la justicia ordenó la operación «como cualquier otro ca­so».

En su última aparición en público, en 1972, Hu­ghes demostró gran interés por el avance científi­co a favor de la salud de la humanidad. Con genero­sa contribución financiera queda en pie un instituto médico, y en aquella oportunidad anunció que a su muerte pasaría la mayor parte de sus bienes a favo­recer obras de beneficio social. Algún sentimiento, tan misterioso como él, lo alimentaba en su muralla de silencio. Ahora se busca con impaciencia su testa­mento.

Los desengaños en estos casos serán apenas el desenlace que suele rodear a las grandes fortunas. Lo que Hughes tuvo de excéntrico y neurótico, es posible que lo haya tenido de genio para convertir­se en benefactor de la humanidad. Si nadie lo en­tendió en vida, quizá lo descifremos después de muerto. Hay signos, por lo demás, que nos llevan a pensar que a todos nos quedará algo de su herencia.

Sólo 16 personas estuvieron presentes en el rito religioso. Sobre el ataúd apenas reposaban dos ra­mos de flores. La ceremonia duró ocho minutos. El oficiante imploró al Señor una vivienda de luz y de descanso para el «gran recluso» que perforó la tierra con un taladro, hasta hacerle brotar millones de dóla­res, y que sin embargo no tuvo una residencia. Ape­nas escondites.

El Espectador, Bogotá, 13-IV-1976.  

 

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