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Los domicilios

lunes, 3 de octubre de 2011

(Cuando en el país casi no se conocía este servicio)

 Por: Gustavo Páez Escobar

Uno de los ingredientes más amables que tiene Armenia es el de los domicilios. A través de este medio existe un amable sentido de colaboración, servicio y simpatía. Bastaba (hoy es cada vez más difícil conseguirlo) con levantar el teléfono y pedir que el pan, la gaseosa o cualquier menuda necesidad en la vida de los hogares se enviaran a domicilio.

En pocos minutos se tenía frente a la puerta de la residencia a un acucioso muchacho portando el encargo y provisto de las vueltas que ya habían quedado convenidas.

Era tal el grado de servicio, que un simple mejoral volaba a lomo de la bicicleta. Lo mismo se atendía el mercado abundante que el artículo minúsculo. Lo que interesaba era complacer al cliente. El mu­chacho ágil y despierto, dedicado sólo a visitar residencias, no podía, por lógica, llamarse sino «domi­cilio». Así se ha quedado. Era, aunque con restricciones cada vez más evidentes, una imagen del dueño del negocio, un personaje atento y servicial, un portador de amistad.

El cambio de los tiempos ha venido dis­minuyendo esta costumbre. La ciudad, sin darse cuenta, pierde uno de sus lados más atractivos y pintorescos al permitir que sus domicilios desaparezcan. No nos quejemos de que en las grandes ciudades, tan espaciosas como deshumanizadas, no exista esta figura que recorre las calles dispensando colabo­ración. Pero lamentemos que Armenia, ciudad humana, se ol­vide de sus domicilios.

Hoy son pocos los negocios que aún conservan la tradición. Ya no queda fácil, como antaño, descolgar el teléfono para conseguir que el dueño de la tienda sitúe la mercancía en el hogar, bien por haber suprimido el cargo, bien por considerar que el pedido no justifica el esfuerzo. Aquel sentido de atención se ha condicionado a situaciones especiales. Por eso mismo, Armenia ha dejado de ser tan servicial como en otras épocas.

El cambio tiene explicaciones. La imposición del salario mínimo invadió los predios de pequeños negocios que no podían soportar sus efectos. Para muchos comerciantes o tenderos no quedaban alternativas, así los empleos fueran tan menudos como los de estos mensajeros que se veían retribuidos, en forma adicional al sueldo, con las recompensas que les concedían los hogares.

Y antes que exponerse a pleitos, les resultaba mejor prescindir del cargo, el que al fin y al cabo sólo existía a título de liberalidad y no iba a afectar la marcha del negocio. Eso lo pensaron muchos propietarios, y así procedieron. La llegada del salario mínimo marcó otro rumbo para los domicilios.

Estos buenos muchachos, que redondeaban un salario razonable a base de propinas, de un momento a otro se quedaron sin trabajo. Muchos fueron a dar a lugares de vicio y cambiaron la bicicleta por la papeleta de marihuana.

Quedan, por fortuna, propietarios que todavía se preocupan por los domicilios. Algunos ya entraron en la regla del salario mínimo. La institución del mensajero todavía no ha desaparecido, aunque se ha limitado.

Bien valdría la pena que no se dejara borrar esta cara amable de la ciudad. Los dueños de negocios podrían hacer un es­fuerzo si consideran que el domicilio es un medio de ventas. Muchos lo saben y es­tán ganando ventaja sobre el vecino, que no entiende que la competencia se monta ofreciendo atractivos para el cliente.

Satanás, Armenia, 23-IV-1977.

 

 

 

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