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Plaza de locos

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Hay, sobre todo, dos locos que hacen de las suyas por las calles de Armenia sin que autoridad alguna haga nada por contener sus desmanes. A la vista de la policía estos dos lunáticos desfilan en todas las direcciones, de sol a sol, atemorizando a los caminan­tes y poniendo en apuros a las damas que no saben si tienen que vérselas con seres enajenados o con sádicos furiosos. O con ambos estados.

Uno de ellos, curtido de mugre hasta el alma, con la melena revuelta y los ojos extraviados, se mantiene en permanente espec­táculo de desnudismo, exhibiendo las más ridículas y torpes vul­garidades que, de tanto repetirlas, se tornaron rutinarias. Ya las muchachas no se esconden cuando aparece el loco armado de atroz anatomía, porque se acostumbraron, y triste es admitirlo, a la presencia de este impúdico desecho humano.

El otro, menos vulgar pero no menos repugnante, se sitúa en las calles de mayor movimiento en busca de la oportunidad para descargar el garrote de que anda provisto sobre quien no tenga manera de protegerse. Las personas apaleadas, a veces con lesiones tan serias como las del desprevenido transeúnte que perdió una hilera de dientes, o la de la dama que por poco se desvanece en plena vía, reciben la afrenta pública sin que nadie las defienda y menos las indemnice.

Este par de locos significan un lastre para la ciudad. Sorprende cómo esta sociedad culta se ve agraviada por dos dementes, o zafios, o maniáticos, o vagos, o idiotas, o vividores, o marihuaneros, o lo que sean, que se apoderaron de las vías públicas para amedrentar a la gente. Se trata de guiñapos humanos que deben estar encerrados en sitio apropiado y no sueltos atentando contra la ciudadanía y las buenas maneras.

Solo se bosquejan dos casos. Y es que este par de loquitos hacen por cincuenta. Ya el lector estará protestando por haber reducido a tan simple expresión las legiones de chiflados que nos tocaron en suerte, venidos de todos los sitios, y que ni siquiera nos dejan en paz en las carreteras, donde son expertos en apedrear automóviles y causar contusiones mayúsculas, bajo la más tolerante impunidad, porque a los locos hay que perdonarles todo. ¡Dios nos libre! Aunque sucede que en ocasiones se perdona más fácilmente la trastada de un loco que el abrazo de un cuerdo.

Dicen que Armenia, tierra de bonanzas, es propicia hasta para aguantar locos. Por muchos caminos llegan cargamentos que se depositan en horas solitarias para que nadie proteste. Como somos humanitarios, no hemos intentado siquiera el primer canje.

Hay una protesta general porque las calles no son despejadas de tales riesgos. No es posible que a los muchos trastornos callejeros y de diversa índole que  perturban la calma de la ciu­dad, se sumen los locos, que por simple caridad deben reposar lejos de la civilización.

Satanás, Armenia, 17-IX-1977.

 

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