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Un extraño diccionario

martes, 4 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Llegué en el preciso momento en que Euclides Jaramillo Arango recibía de la Editorial Bedout la remesa de su nueva obra, Un extraño diccionario. Por eso, me correspondió el privilegio del primer ejemplar, ejemplar tanto más  significativo cuanto que me fue entregado en presencia de la autora de la carátula, pequeña artista que todavía no comprende el honor que le ha dispensado su ilustre abuelo. Se trata de Claudia, niña ingenua que ha vertido en la portada del diccionario, como un aroma, toda la inocencia, la autenticidad y la gracia que están intactas en los nueve años de su existencia y que uno quisiera verlas siempre florecidas.

Euclides, cuya esposa acabamos de enterrar, parece como si se tropezara con un retoño que brota de la propia tumba para prolongar la vida. Claudia, quien jugaba alegremente con el libro oloroso a tintas frescas, no comprende aún que ella es el perfume que se esparce en un momento duro de la vida de su abuelo.

Por haber estado yo cerca del desarrollo de la obra, contaré el detalle de la carátula. En reciente viaje que hice a Medellín me acerqué a saludar en Bedout a mi amigo el poeta Hernando García Mejía, alto directivo de la firma. Sobre su escritorio estaban dos proyectos de la portada del diccionario, listos para ser remitidos a Armenia. En Bedout no se imaginaban que aquellos diseños iban a ser borrados, de una sola plumada, por una niña inquieta. Ella había pintado en cualquier pa­pel una casita campesina con el par de labrie­gos orgullosos a la sombra del árbol protec­tor. A un lado pace el manso animal,  el socio de sudores y testigo del esplendor campesino.

Euclides no lo pensó más: esa sería la portada. Acaso el artista de Bedout era desplazado por primera vez. El arte, de todas maneras, terminó inclinándose ante la inspiración natural de esta niña de cortos años. Veo ahora en este cuadro iluminado por los colores y sublimado con los trazos de una plu­ma virgen, el legítimo primitivismo. Picasso hu­biera envidiado tanta originalidad. Este es Eucli­des Jaramillo Arango: un ser sencillo que le hu­ye a la ostentación. Él tiene alma de niño y se re­crea con las formas simples de la vida. Grande es este escritor, porque no ha perdido la autenticidad.

Sobran comentarios sobre su diccionario. Es el resultado de toda una vida de observación y estu­dio sobre las costumbres y los modismos campesi­nos, sobre todo los que giran alrededor del café.

Aquí están su humor y su ingenio, su penetra­ción sobre el habla popular y su identidad con la natu­raleza. Obra valiosa, y también valerosa: a la gente se le ha olvidado estudiar y acu­dir a los tratados que rescata la sabiduría. Y es un profundo paso más en el folclor, la especia­lidad de quien ha vivido en constante comunión con el alma del pueblo.

El libro se lo dedica a Alejandra, otra de sus nietas, y por extensión a las nuevas generacio­nes. Al comienzo de la obra, hace esta genial consideración: «Cuando Alejandra aprenda a leer, ¿todavía aparecerán libros?…. Y si aún se publican, ¿para qué?».

La Patria, Manizales, 20-IX-1980.

 

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