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Un gran caldense

sábado, 8 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

En las elecciones de 1974 perdió el doctor José Restrepo Restrepo su curul de senador por una inútil división persona­lista. Su partido y su comarca perdieron una voce­ría respetable. Batallador de pura estirpe republicana, aquel golpe no logró sacarlo de la contienda, aunque desde enton­ces se le notó reflexivo y apesadumbrado, que no amar­gado, por el descalabro electo­ral que ni él ni el departamento se merecían.

Al marginarse tiempo después de la activi­dad política, se sintió en Caldas enorme contrarie­dad por esta decisión que no podía aceptarse fácilmente. Reincorporado en fecha no muy lejana al ajetreo partidista, atendiendo el clamor de sus amigos y sus seguidores, que no se resignaban a perder esta bandera, regresó sin resquemo­res ni heridas.

Fue el hidalgo de las nobles causas que creía en los valores éticos y despreciaba las causas bajas. Aprendió la polí­tica de altura y por eso hasta sus adversarios lo respetaban y lo admiraban. Colombia debe­ría tener muchos hombres de su talante y así no andaríamos maltrechos.

Y es que el doctor Restrepo Restrepo aprendió que la política es noble postulado que no puede canjearse por pre­bendas electoreras. Desde su lecho de enfermo miraba con serenidad el recorrido de 40 años en los que practicó las reglas del buen caballero y ganó las mejores batallas, para bien de su comarca, en la fragorosa contienda de la plaza pública y en el escenario de las altas ideas.

Fiel a esa convicción, antepuso al afán burocrático el sentido de servir. Enamorado de su terruño, le entregó la plenitud de sus capacidades en fervientes jornadas de esfuerzo vital. Los caldenses y el país saben que este servidor desinteresado, capitán del pueblo y mecenas de escritores y artistas, está ya inscrito en el libro de los hombres ilustres, porque acumuló méritos suficientes para llegar al corazón de la gente.

Como alcalde de Manizales y gobernador de Caldas adelantó decisivos programas de bienes­tar colectivo. Bajo su administ­ración se vio progresar esta región dinámica, tan cara a los afectos de los colombianos. Y desde su curul de parlamenta­rio fue activo impulsor de su provincia, atento lo mismo a la aislada aspiración del municipio olvidado, que a la obra de envergadura o a la angustiada petición del hombre común.

Su vocación de servicio no hizo distingos entre las prioritarias proyecciones del departamento y la menuda necesidad del emplea­do o la persona cesante. Al caminar por las calles de su Manizales del alma, como yo lo vi, o recorrer los caminos de su comarca, las gentes se acostumbraron a salir a su paso, afectuosas y reverentes, en reconocimiento del bienhe­chor público que supo gobernar sin sectarismos y prodigar el bien con generosidad.

Situado por encima de afanes mezquinos, no reparó en que para ser hombre público debía sacrificar su sosiego personal. Creador de empresas, las hizo crecer y las impulsó al margen de sus menesteres políticos. Manizales cuenta con un periódico importante, soste­nido por él no solo para que le sirviera de tribuna ideológica, sino para que los intelectuales de la provincia culta contaran con este órgano de expresión nacional. En La Patria se han formado muchos escritores de fama que encontraron en ella, y en su propie­tario, la brújula y el hogar espiritual.

Al honrarlo el Gobierno Na­cional con la Orden de San Carlos, y el de Caldas con su más alta presea, a las que se han unido no pocas mociones de entidades y gentes de su depar­tamento, se le da categoría al político de casta, género en extinción. Sobre la tumba del gran caldense y del insigne colombiano se deposita la esperanza de este país que cree en sus hombres buenos.

El Espectador, Bogotá, 29-XI-1979.

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