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Horno crematorio

domingo, 9 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

No ha de ser fácil para el alcalde de Armenia, Hugo Gómez Gómez, sacar adelante el proyecto del horno crema­torio en que se halla interesado. La idea es audaz y valiente. Tropezará con dificultades de orden religioso y humano, pues la Iglesia mantiene su tradicional actitud ante los cadáveres, y las fami­lias continuarán pegadas al recuerdo de sus seres queridos man­teniéndolos simbólicamente vivos entre huecos y paredes, por más des­compuestos que estén.

El proyecto da motivo para algunas consideraciones respecto al costo de la muerte. Todo el aparato que se forma alrededor de un cadáver no solo le da  contornos fantasmales al acto final de la existencia, sino que convierte en gravosa, a veces imposible de costear, la ceremonia que debiera ser la más económica de la vida. La fe y el rito, lo mismo que la moda, se prestan para la explotación.

Enterrar a los muertos no solo es complicado, para no hablar de dolo­roso, sino especulativo.

Si el cadáver es ilustre, o con cierto «olor» en la sociedad (como si el olor no fuera el mismo en la triste y universal descomposición de la carne), las tarifas serán explosivas. Morir representa un hecho económico. No hay tierra más cara que la única que no podemos disfrutar y que como paradoja resulta la más estrecha y la menos productiva.

Desde que la persona cierra el ojo, todo se encarece, hasta el abrazo de condolencia. Además, es la única ocasión en que no es posible regatear. En tales momentos de trastorno, los artículos, religiosos o profanos -que no queda fácil distinguir ni rechazar en esta mezcla de temores y vanidades-, llegan no solo sobrevalorados sino impuestos por la costumbre, el rito o las conveniencias sociales.

Siendo el muerto uno de los mayores motivos de especulación del mundo, además de una carga abrumadora para los parientes, no me  explico por qué nos dejamos estafar, creyéndonos tan vivos. La funeraria, un negocio redondo, es acaso el símbolo más significativo de la explotación humana. El dolor y la fe tienen precio, y en tales instantes se paga caro.

Como morirse cuesta plata, y para el mundo sobreviviente es acto heroico el de complacer la voracidad de esos momentos dramáticos, hay necesidad de una cruzada para «abaratar» los cadáve­res. Ahora están por las nubes. El alcalde Hugo Gómez Gómez no tendrá tiempo, y ojalá lo tuviera, para sacar adelante su idea del horno crematorio. Pero ya dio un paso adelante. Hay que preguntarle si tiene previsto entre los considerandos de su proyecto este de la carestía, ya que hasta ahora solo se habla de conveniencias ambientales.

En esto de la ecología, que es la ciencia actual del mundo, parece que el burgomaestre si­gue las lecciones de su antecesor, Alberto Gómez Mejía, hoy presidente de la Sociedad Colombiana de Ecolo­gía. Si al uno no lo dejaron hacer el estadio en una cañada, es posible que al otro le permitan deshacer a los muertos, contra el querer de los em­presarios de pompas fúnebres.

La cremación de cadáveres existe en muchas ciudades del mundo y cada vez resulta más ajustada al ritmo que lleva la humanidad. En nuestro país, el obispo de Bucaramanga es partidario de ella. Los símbolos de la fe, cuando se exceden, son negativos. La gente pobre necesita subsistir. El gobernador de Santander ha dispuesto que su cadáver sea incinerado, y esto prueba que comienza a romperse un mito.

El doctor Miguel Lleras Pizarro, hombre genial y cuyo cadáver resul­taba apetecible para esta bolsa de la muerte, se marchó del pícaro mundo riéndose de las pompas fúnebres.

Así lo ordenó en su última voluntad, cumplida rigurosamente:

«1° – Mi cuerpo debe ser entregado a la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional para ayudar al estudio de sus alumnos, después de que se practique la autopsia.

2° –  Si es necesario satisfacer la necesidad social de la vanidad oficial o familiar, que se hagan exequias sim­bólicas sin gastar plata en féretro, obviamente vacío, y que no haya ‘velorio’, ni simbólico, porque no quiero de visitantes a personas que estarán contentas con el fallecimiento. 

El Espectador, Bogotá, 14-VIII-1980.

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