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La feria de la democracia

domingo, 16 de octubre de 2011

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

En Colombia manda la democracia. Y seguirá mandando por mucho tiempo, gracias a nuestro pueblo so­berano. Desde que yo estaba chiquito oía hablar de democracia. Me crié con democracia. Democracia al desayuno, almuerzo y comida. Al colombiano se le inculca esa noción desde los primeros años. En su casa todos son de­mócratas. También la «dentrodera».

Ella se estrena el traje día de elecciones, se saca de las uñas las impurezas de la semana, se cuelga la cintica en el pelo, se iguala con la señora en los zapatos elevados que la ponen a la moda, se aplica abundante pachulí, y a votar se dijo. Acompañémosla.

*

El señor de la casa le había dado clases de democracia durante dos meses seguidos, o sea, durante el tiempo en que los parlantes callejeros por poco nos llevan al manicomio. Su amo, tan atento él, tan querida persona, le había traído la papeleta precisa, la de ganar, y le había enci­mado un billete de $100 y una sonrisa.  En su gesto había además una tácita insinuación de aumento de sueldo si ella votaba por sus listas.

–Las del triunfo. Si ganamos, te compro otros zapatos –le había dicho a escondidas de su esposa.

Florinda salió de la casa, erguida, alegre, taconeando fuerte. Se sentía importante. En la esquina abrió la cartera y acarició la otra papeleta, la de su patrona. «La de ganar, Florin­da”. Ella también había sido genero­sa. Le había regalado el vestido de las rosas que ahora estrenaba y dos prendas íntimas, a escondidas del esposo, que le llevaba la contraria en política.

*

La señorita mayor, que no mane­jaba todavía suficiente dinero, tenía su manerita de halagarla. Le había deslizado el mejor sobre, el de la renovación política. Y el muchacho pechipeludo, tan provocativo él, tan buen mozo, que la perseguía en los descuidos del resto de demócratas de la familia, le había explicado las ventajas de su partido. Florinda palpó por la calle ese voto y se sintió emocionada. No supo si por el partido o por el muchacho, tan buen mozo él, tan excitante.

En la plaza se encontró con Ansel­mo, el novio. Venía como un dandy, estrenando pantalón y guayabera. También olía a bueno. Parecía un doctor. Así, repasándolo con una mi­rada rápida, tuvo cierta tristeza por haber cambiado besos con el buen mozo de la casa. «Te ves arrebatador». No se lo dijo, lo pensó.

–Mostráme tu voto. Florinda.

Ella le pasó la primera papeleta que encontró en el bolso. Cualquiera era lo mismo. Ni siquiera sabía leer, ni entendía de nombres raros. Al novio no le gustó el voto.

—Tenés mal gusto, Florinda.

*

Dieron unas vueltas por la plaza. En el recorrido, él le contó que aquellos pantalones y aquella guaya­bera eran consecuencia de un negocio electoral. Votaría por el cacique, el que más hablaba por los parlantes, el que más prometía, el que tomaba aguardiente en la fonda. Y sobre todo, el que le tenía prometido el billete de quinientos si votaba por él.

A Florinda le gustaba todo eso, pero se acordaba de sus amos. ¿Cómo iba a traicionarlos? Se animaba y se desanimaba. De pronto alguien les dijo que en otra parte daban billetes de mil. La tentación aumentó. El secretario de la alcaldía compraba la boleta por los mismos mil pesos, pero encimaba cinco kilos de carne.

Apenas estaba iniciándose el mer­cado de la democracia. Sus amigos seguían contándoles muchas cosas. Oían hablar de lotes, de drogas, de puestos, de colegios gratis… Todos estaban dichosos. Sólo bastaba de­jarse conducir hasta la urna. Se lle­gaba, se mostraba la cédula, se metía el dedo, se deslizaba un papelito, y ya, ¡el milagro! ¡Mil pesitos!

Florinda no lo pensó más. Votó en conciencia. Es decir, con la conciencia segura de ganarse un dinero extra, sin tener que fregarse tanto. «Negocio es negocio», les dijo con la mente a sus amos.

*

Hoy Florinda, antes tan ingenua, sabe lo que es la democracia. Colom­bia es un país libre, sin dictaduras, con derecho a elegir. ¡Hay que votar en conciencia! El párroco repitió esto muchas veces. Y Florinda votó a conciencia de lograr unas utilidades por tan poca cosa: apenas un papelito.

Ahora tiene más ropa y huele mejor. Todo el mundo sabe que en Colombia se realizan elecciones puras donde cada cual es libre de buscar la mejor opción. Como Florinda y Anselmo. Este último ganó menos por haber entregado la cédula antes de tiempo. No se hizo valorizar.

El elector —estamos cansados de oírlo— es la persona más importante para la suerte del país. La democra­cia —¡bendita democracia!— nos tiene reservados no se sabe cuántos años donde se puede votar libremente. Sólo hay que saber escoger el voto. Ahora se anuncian las elecciones pre­sidenciales. Los dos protagonistas de esta crónica no caben en sí de la dicha.

–Ahora sí te desquitás, Anselmo. Vendé mejor tu voto. O si querés, yo te ayudo

El Espectador, Bogotá, 31-III-1982.

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