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El traguito de los ejecutivos

lunes, 17 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El doctor Michael O’Donnell maneja en la revista International Manage­ment la interesante columna titulada Salud del ejecutivo, donde presenta novedosos enfoques sobre la salud en general y principalmente sobre los peligros físi­cos y emocionales que acechan al empresario moderno.

El estrés, el peor castigo de los ejecutivos, se ha convertido en el mayor reto de la fama. Quien no sea víctima de él tal vez no es buen empresario, porque las cimas del éxito no se conciben sin úlceras, insomnios e infartos, y aquí reside  la mayor ironía de la celebridad.

Vencer la tensión laboral en un clima caracterizado por la acele­ración de los negocios y la carencia de reposo, donde todos parecen empeña­dos en impedirnos el progreso, no es tarea fácil. El doctor O’Donnell, brillante periodista médico que domina la filosofía del buen vivir, reparte en su columna consejos prácticos, con base científica, para superar los conflictos de la empresa.

Es espacio que siempre leo de esta publicación especializada, por la necesidad de buscar consejo en quien sabe darlo. Y además porque el autor expresa talento y gracia en sus escritos. Primero la salud, después los malabarismos de las cifras. Primero el hombre, luego la empresa. Quien vive atra­pado entre los vericuetos fantasiosos y seductores del ámbito empresarial, que sin embargo no a todos nos deshuma­niza, ha de saber hallar soluciones para subsistir sin traumatismos.

Veamos lo que dice el columnista respecto de las bebidas alcohólicas. Bien es sabido que el trago es elemento indispensable de la vida de los ejecuti­vos, sin el cual se dice que los negocios no prosperan. Pero no es menos sabido que su abuso representa consecuencias desastrosas.

Durante mucho tiempo se ha sostenido que el traguito diario de los almuerzos y las comidas, y por fortuna todavía no de los desayunos ejecutivos —la última moda de los tiempos actuales—, termina alcoholi­zando a la persona. Bajo ese mismo concepto los sacerdotes y las monjas serían alcohólicos silenciosos.

No opina lo mismo el médico británi­co. Para él beber con moderación es fórmula maestra para protegernos contra las cardiopatías. El corazón resiste más con pequeñas dosis de alcohol bien refinado. La medicina debate hoy la tesis de que el alcohol, per se, ni es venenoso ni arruina la existencia. Sólo hay que saberlo tomar.

Los médicos actuales animan a los abstemios con problemas cardiacos a tomarse unos copetines mesurados, no tanto para entonar el espíritu y mejorar el talante —el eterno pretexto de nuestros borrachitos consuetudinarios— como para hacer fluir mejor la sangre. «El punto flaco no está en la bebida sino en el bebedor», dice el doctor O’Donnell, y sugiere que en cualquier función de la vida se necesita templanza.

Si el abuso etílico puede producir cirrosis hepática y acabar con la fa­milia, el consumo moderado activa la circulación de la sangre y el vigor de las arterias. El doctor de marras confiesa que se toma un trago casi a diario y goza de salud completa. O sea, que el alcohol por sí solo no es productor de desgracias. «El licor de los dioses», que es el saboreado con arte y buen provecho, da felicidad.

Ojo, sin embargo, ejecutivos borrachines, con el trago que se toman de más. Ese es el que hace daño. La ciencia del buen bebedor consiste en mantenerse en «un nivel aceptable». ¿Y cuál es éste?, se preguntará más de uno. He aquí la respuesta: dos o tres copitas de bebida espirituosa de alta graduación etílica (coñac, whisky, etcétera) o su equivalente, por ejemplo media botella de vino de mesa. Tradu­cido a otros términos, el límite diario es de 50 a 60 ml —40 a 50 gramos— de alcohol absoluto.

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Y ni uno más, porque ahí es donde se va la mano. De ese límite prudente, al alcoholismo absoluto, hay poca distan­cia. Su artículo, querido doctor O’Donnell, es recetario de buena vida y hará las delicias de quienes sean capa­ces de no traspasar las barreras de la prohibición.

El Espectador, Bogotá, 4-III-1985.

 

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