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Cómo se hace un escritor

lunes, 31 de octubre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En su Declaración personal, ensayo publicado por la Universidad Central, Otto Morales Benítez hace reminiscencias sobre sus primeros años y sus iniciales escarceos lite­rarios, en Riosucio, para encontrar las claves de su carrera de escritor. Es lo mismo que realizan otros es­critores notables que como Otto, llegados a la cumbre refrescante de sus vidas fructíferas, hilvanan como motivo de satisfacción personal y guías de conducta para quienes están comprometidos en los mismos idea­les.

No hay cátedra más aleccionadora y útil que la dictada por la expe­riencia. De ahí que las memorias representen uno de los medios más positivos para aprender la gran lec­ción de la vida, y éstas, cuando se escriben con la hondura, la emoción y la amenidad que Morales Benítez imprime a las suyas, dejan mayor provecho.

El oficio de escribir, que no tiene reglas fijas y se mueve por há­litos misteriosos, será siempre campo apasionante tanto para el propio autor como para la reflexión de los demás. Como no hay escritor repe­tido, ni son iguales los recursos y los métodos empleados, cada caso es individual. Cada escritor es un mundo y un misterio.

Morales Benítez distingue varios ingredientes que marcaron el clima cultural de su niñez y que al paso de los días afianzaron el ímpetu de su vocación humanista. La in­fluencia de los libros, una pasión y un sentido de vivir, se la despertó su propia madre, quien con ojos me­lancólicos —»la tradicional mirada de las mujeres antioqueñas»— leía para sus hijos, reclinada en su silla seño­rial, novelas de amor y versos de nostalgias.

El padre, aunque ajeno a los afanes intelectuales, era, como hombre de negocios y líder de su comunidad, el nervio vital que obli­gaba a la familia a ser activa y deli­berante. Otto, bajo aquel ambiente, aprendió a ser conversador. Las primeras lecciones de política las ensayó, ciudadano de aquel pequeño mundo social, al lado de su progeni­tor. Y la primera carcajada la lanzó después de haber entendido, entre poesías maternales y lecciones de economía, la dimensión del vivir.

Los arrieros, con sus clamorosas interjecciones, sus pesados vocablos, sus ademanes toscos y sus relatos de hazañas increíbles, le descubrieron la autenticidad del lenguaje y la reali­dad de la tierra. Con el tiempo fue académico de la Lengua pero siguió siendo solidario con el hombre y sus angustias. Los arrieros, co­rredores de la vida y mensajeros de noticias y de duras fantasías, mitad hechos de barro y la otra mitad de ensueños, le transmitieron el ca­rácter franco y descomplicado que el futuro escritor mostraría ante los apremios de la existencia.

Los mineros, ardientes en sus quimeras del oro y generosos en sus pobrezas de cobre, le revelaron que la vida es sudor y lucha, porfía y com­petencia, certeza e irrealidad, todo ello impulsado por el frenesí y el aliento poético con que ellos abren la veta para escarbar la espe­ranza. «El oficio de escribir —re­frenda Morales Benítez— demanda humildad, paciencia, lenta elabora­ción, acumulación de ricas fuentes de datos, hechos, sueños. Es una ma­nera de integrar el mundo a través de la palabra».

Reconoce él, y en esto se aparta de la jactancia con que muchos de sus colegas pronuncian nombres de autores y de sus obras famosas, sólo para simular erudición, que no ha recibido influencia directa de ningún escritor. Es producto de su formación hogareña y del ambiente de su pueblo, donde un diablo folclórico, que insufla alegría y se rebela contra ciertos cánones sociales, le señala a la gente las identidades culturales en las raíces provincianas.

*

Otto dice que su condición de es­critor es la suma de muchas lecturas, de muchos devaneos, de intensas indagaciones y de duras vigilias. En su mente han quedado revolando las palabras, los adjetivos, los aleteos de la inspiración, y se ha atenazado el nervio de la aventura quijotesca.

Y en su corazón se anidan los afectos y se ensanchan las emociones. Estos hilos alados y magnéticos, duendes invisibles y perturbadores, lo mo­vieron a ser pensante y le agranda­ron la visión del mundo. Bien sabe él que el oficio de escribir es una larga paciencia y no un mi­lagro iluminado.

El Espectador, Bogotá, 6-XII-1986.  

 

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