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Una Colombia doliente

domingo, 2 de octubre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Hemos enterrado a Obdulio Barrios Roa. La sociedad de Armenia y de este Quindío todo que fue azotado por una de las más implacables olas de violencia, se puso de pie, estremecida, ante el fé­retro cruzado por balas monstruosas. La violen­cia, el mayor castigo de la humanidad, fiera tene­brosa que deambula por calles y veredas, que per­sigue y tortura y asesina, ha cobrado una nueva víc­tima. Es una fuerza embrutecida, dragón de siete cabezas, empeñada en destruir los cimientos de la civilización. Lo mismo ataca en la oscuridad de la noche, porque es cobarde y alevosa, que a plena luz, porque es maquiavélica.

Obdulio Barrios Roa era un ciudadano ejemplar. De los pocos ejemplares ciudadanos que todavía se mantienen inalterables en este mundo que se está disolviendo por falta de principios y por ex­ceso de corrupciones. En la dorada juventud de 35 años promisorios, todo se esperaba de él. Se había graduado de ingeniero agrónomo en Palmira y había reforzado en los Estados Unidos una carrera que quiso más especializada para venir a servir a los suyos en estas fértiles campiñas del Quindío, donde prac­ticaba de sol a sol, entre sudores y optimismos, las enseñanzas del buen sembrador.

Consejero agríco­la, empujaba con su esfuerzo y con su sabiduría el progreso de la región. Se le confundió, quizás, con el desaforado terrateniente, cuando había ape­nas echado las primeras raíces para pegarse a la tierra. O quiso tomársele como rehén para cerce­nar otros patrimonios. Y en una vuelta de la ca­rretera de Pereira-Armenia —como testigo el sol que maduraba los cafetales de la prosperidad— lo esperaba la cuadrilla asesina.

Tortuosos caminos estos donde es posible cer­car, como en las desoladas estepas del oeste ame­ricano, al indefenso ciudadano que transita con su esposa y sus dos pequeños hijos camino del fuego hogareño. Pero estos malhechores sin entra­ñas no entienden de otro fuego que no sea el de la iniquidad.

Una cuña periodística habló, con cierto entusiasmo, de un frustrado secuestro. No recapa­citó lo suficiente, de seguro, en el filón de sangre que quedaba —y que ya nunca podrá desvanecerse— sobre la brillantez de la vía asfaltada. Es una mancha abierta en el corazón de la patria. Sobre el asfalto del progreso cayó con el cerebro perforado, sin saberse por qué, este ciudadano de bien que pagaba cara su devoción a la tierra.

Hoy, después del estallido de la pasión, Glenda, la joven viuda torturada en lo más profundo del ser, y sus dos pequeños hijos, que apenas están abrien­do los ojos a la vida cuando ya se oscurecen en un horizonte de sangre, le entregan a la sociedad este lacerante drama de un episodio más de la violencia. De esta violencia torpe que siembra, aquí y allá, lo mismo en la profundidad de la noche que en la plenitud del día, y lo mismo en los más apartados parajes que en los escenarios más concurridos, el zarpazo de la barbarie.

El ánimo se conturba con tanta atrocidad. El país, que sabe hoy de un secuestro que se negocia a empellones, se entera mañana de la víctima sacrificada sin esperar ninguna transacción. Nebuloso panorama alimentado por los traficantes de la delincuencia con el dolor de viudas, huérfanos, parientes, ante la faz de un país atemorizado. En esta degradación de los valores la vida no vale nada. La sociedad pide justicia, se conmueve y se aterro­riza por estos hechos que se van registrando con incontenible furia satánica.

En la tumba recién abierta de Obdulio Barrios Roa, un pacífico ciudadano que en el Quindío no supo practicar sino el bien, ajeno a pasiones par­tidistas y forjador de progreso, es preciso depositar, como en tantas otras del país entero, la aflicción de la Colombia doliente que pide garantías para la vida, honra y bienes de los ciudadanos.

La Patria, Manizales, 13-IX-1975.

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