Archivo

Archivo para domingo, 16 de octubre de 2011

Alfonso llega a casa

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

¡Tilín…tilín… tilín…!

El ángel, el más chiquitín del coro, juguetón y travie­so, se arregla un ala que se le ha enredado entre los rejos del campanario y despierta con el último tilín al adormila­do vigilante. Pedro ha pasado una mala noche, y no por haber recibido demasiada gente, sino porque muchos quisieron colarse.

–¿No será otro que también se equivoca de puerta? –pre­gunta Pedro sin abrir los ojos, frotándose la panza.

–¿Yo qué voy a saberlo? –responde el querube, que revolo­tea a sus anchas, ya con el ala en acción–. En la cuesta hay niebla y no se distingue bien la figura. Es un viejo como tú, según parece.

–¿Por qué lo dices?

–Camina despacio y también tiene panza.

–¡Cáspita! ¿Trae equipaje?

–Unos libracos y una máquina de escribir. Además, mucho papel. Parece que fuera escritor o algo por el estilo.

–Nos pondremos en guardia porque puede ser un farsante. ¿Para qué diablos (¡perdóname la expresión, Dios mío!) una máquina de escribir donde sólo queremos arpas y música ce­lestial? Examina bien los libros y trata de descubrir los títulos, porque al cielo no puede entrar basura.

–Difícil identificarlos a la distancia. Pero ya va pasando por el puente y ahora camina más rápido. Parece que tuviera frío porque se frota las manos. ¡A ver… a ver…! Co… Coc… ¡Coctelera, Pedrito!

–Es un borracho. Despídelo al momento y evítame tener que tirarle la puerta en las narices. Aquí no queremos ni borrachos, ni marihuaneros, ni mafiosos, ni prostitutas.

–¿Y no dices que el reino de los cielos es para todos? De pronto es un borracho simpático, de pronto un poeta romántico, de pronto un escritor varado, de pronto un perio­dista sin título…

–No riman bien tus cosas, pequeño. Por hoy ya recibimos el cupo. Además, tengo mucho sueño. Dile que se marche con sus cuartillas a otra parte. Con don Gabrielito, y doña Inesita, y el chistosísimo del Klim, que mantiene alborotadas a las once mil vírgenes, basta. ¡Basta…!

*

–…pero él insiste en hablarte, Pedrito. Hace dos horas que trato de convencerlo, y él dice que para el limbo ¡ni por el carajo! Son sus palabras. Lo mandé al infierno y se me volvió disparado. Una llama alcanzó a dañarle la pasta del otro libro, un tal Diccionario Zurdo, y con él me dio en la cabeza.

–¿Diccionario Zurdo? Déjame pensar. Me suena… Me sigue sonando… ¡Ya! ¡Es un comunista! Dile que ¡ni por el carajo! (con sus mismas palabras). Tendríamos revueltas. Para eso está la Tierra, donde pueden hacer paros.

–¿Y acaso esa tal Feliza, la de los fierros, que te con­quistó con una sonrisa…?

–¿Qué insinúas, querube? No confundas los términos, pequeño revoltoso. Entre comunista, marxista y socialista hay diferencias. Además, era una artista y tenía el alma limpia. ¿En­tiendes? Y no vuelvas con el cuentico ese de que me dejo en­redar de las mujeres…

–¡Pero te gustan, Perucho! ¿O te olvidaste ya de la historia aquella de la Magdalena, por la que casi pierdes la cabeza?

–En el cielo cambian las cosas. Tú estás muy pequeño para entender estos lances. Ocúpate mejor del comunista ese que quiere echar la puerta al suelo.

–Ahora se ríe a carcajadas, ¿lo oyes, Pedrito? Parece que viene de un coctel porque lo noto medio achispado. Insiste en entrar.

–Está bien: lo interrogaré. Consígueme un querube armado por si de pronto le da por agredirme. ¿Dices que es colombiano?

*

–¡Déjame abrazarte! –se le va encima el peregrino y lo estrecha con efusión–.  Ya entré y de aquí no me saca nadie

–Primero hay que revisar el expediente –dice Pedro–. ¿Cómo te llamas?

–Alfonso.

–¿Alfonso qué?

–Unos me llamaban Coctelero, otros Zurdo, otros Alkanotas. Para muchos era sencillamente Leovigildo.

–¿Y cuál era tu ocupación?

–Hacía reír a la gente.

–Extraño oficio, por cierto. Ya hemos recibido a varios, pero la mayoría han resultado puros charlatanes.

–Te veo muy serio, hombre Pedro. ¿Es que aquí no circula El Espectador? Te  traigo el último número, que escribí antes de venirme,

–¿El Espectador, dices? Aquí ya funciona un periódico con el mismo nombre. Y es colombiano. Una familia Cano ha venido trayendo poco a poco su gente y ahora se anuncia una ampliación en el tiraje. Ya hay editorialistas, armadores, consejeros sentimentales, y hasta humorista…

El visitante pasó a Pedro, a escondidas del ángel, una botella. Al segundo trago Pedro soltó la carcajada. Se cogía la panza a dos manos y exclamaba con los ojos pegados al periódico:

–¡Lo que nos faltaba! ¡Qué cosas se te ocurren! Klim se va a poner celoso cuando sepa de tu llegada. ¿Conque vecinos de página? Entre todos le cambiaremos el ambiente al cielo, que a veces es jartísimo entre tanta beata y tanto viejo estirado. Te presentaré en sociedad.

–¡Uno más de la rosca! –el huésped no se dejó presentar–. A todos los conozco. ¿No ves que son mis colegas, Pedrito?

–Y buena falta que nos hacías –lo abrazó el ángel Gabriel, acosado por Luis, por Fidel, por Lucas, por Inesita (y muchos más esperaban turno).

*

Ese día el periódico salió con uno que otro error. Se le echó la culpa a la emoción. Hubo tres días de jolgorio.

¡Tilín… tilín… tilín…! (no cesaba de repicar la campana el ángel juguetón).

En adelante se negó el recibo de más humoristas porque éstos habían revolucionado el cielo. Klim continuó escribiendo nuevas notas sobre la Handel y las enviaba en secreto a sus amigos de la  Tierra. Les manifestaba que con ellas impediría el acceso de días funestos.

–¿Y qué tal si nos traemos a otros? –le preguntó un día a Pedro, en un coctel.

–¿Entonces has vuelto a los cocteles, Alfonso? –exclamó Pedro por toda respuesta.

–¿Nos traemos a otro, Pedrito?

–¡Menos ambición, hombre! Colombia necesita un periódico fuerte para combatir los vicios y los atropellos, y no vamos a desmantelárselo con nuevos robos de gente. Sigue con tu humor, que es saludable y alegre.

*

Hubo guayabo terciario. Era algo desconocido en aquellos espacios. En la Tierra seguía el otro guayabo, pero el periódico continuaba circulando.

–¿Cómo curarme –preguntó Pedro– de estas visiones de vírgenes, de magdalenas, de querubines zumbones?

–Haz como yo –repuso Alfonso–, que necesito curarme de este guayabo atroz: miel de abejas con ecuanil…

El Espectador, Bogotá, 8-II-1982.

 

 

Categories: Humor Tags:

Un rostro en la multitud

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Duré tres cuartos de hora esperando taxi en un sitio concurrido y fácil de Bogotá: calle 45, antes de la Caracas. Era un día cualquiera, no había paro de trans­portadores y no era la hora pico. Los taxis pasa­ban ocupados. Otros ignoraban mis ruegos. Corrí a coger el que bajaba libre al otro lado de la vía, y el chofer, tan acostumbrado a estas carreras, me indicó con sarcasmo que llevaba otra ruta. Me quedé con la puerta en la mano y sentí la burla grotesca que quemaba mi impaciencia. Luego, por poco me precipito en un carro particular, pero me detuve, aunque tarde, cuando el señorito del volante me recrimina­ba: “fíjese, idiota».

Idiota que es uno cuando es provinciano. Camina tor­pemente y se deja atropellar de todo el mundo. Llegaba otra vez a Bogotá, deshabituado como siempre a sus carreras y su indolencia. Entrando a la ciudad al mando de mi propio vehículo, había gastado una hora entre las fábricas del sur y el primer puente elevado, todo porque un volquete se había varado y obstruía la mitad de la calzada, provocando un lento y endemoniado infarto en el tránsito. Todos se miraban al cruzarse, se desafiaban, se repasaban los rostros agrios e incluso se condolían de la común desgracia de tener que avanzar a paso de tortuga entre pitos y protestas inútiles.

Ahora seguía esperando taxi en la calle 45, antes de la Caracas. Era posible que el amigo con que me había puesto la cita en Chapinero estuviera todavía pendiente de mi aparición. Finalmente atrapé un carro des­vencijado, humoso, de color mugre, que acababa de dejar a la señora de la tienda con sus bultos y sus canastos.

El chofer me hizo una especie de verónica cuando pasé a bordo. Me midió por el espejo y arrancó. Iba despacio, parsimonioso, indiferente a mis afanes. No intenté urgirlo, porque entendí que su temperamento no estaba para carreras, y tampoco su vehículo. Me contó, sin preguntárselo, que no llevaba placas. Tampoco taxímetro. Apenas la llanta de de repuesto y dos herramientas.

Hicimos amistad en un minuto. Pronto cambié el concepto sobre el despotismo de los bogotanos. Sonrió, sin que fuera necesario. Y me hallé con un personaje simpá­tico, buen conversador y mejor comentador de su miseria. No llevaba placas, porque la «caracha», como la llamaba, adquirida de buena fe, le había resultado con un expediente por contrabando. Le aconsejé que legalizara la situación y él argumentó que le era difícil conseguir los $ 30 mil para atender la serie de trámites inabordables. Tampoco podía esconder el carro porque la familia se morirla de hambre. Era preciso, entonces, exponerse a los riesgos de las calles bogotanas.

Sólo una vez había tenido problemas y había salido de ellos con un billete. “¿Y si le quitan el carro?”, le pregunté. «Entonces me volveré delincuente para poder subsistir», me respondió. Yo pensaba para mis adentros que, de viejo y destartalado, aquel armatoste no llamaba la atención y podía seguir transitando en su trabajo honrado. Seguiría con franquicia para socorrer a provincianos ignorantes de les enredos de la gran capital, la de los puentes elevados, los soberbios edificios y las miserias subterráneas.

Por fin llegué a mi destino. Pagué sin taxímetro, o sea, con generosidad. El amigo que me había citado en el restaurante no se resignó a mi demora. Perdí la cita y el almuerzo, pero quedé contento con haberme tropezado con un ser distinto a la mayoría, capaz de hacer una verónica en pleno tráfago bogotano, y también de reírse y participar sus cuitas,

Este humilde chofer contradice el mal genio de los bo­gotanos. Es un rostro que se pierde en la multitud y se convierte en referencia amable, humana, dentro de los laberintos de la ciudad que anda de prisa, con­gestionada y neurótica (¡pero te queremos, Bogotá…!) Este monstruo de la civilización ha  aprendido el vértigo de la vida moderna pero se olvida de los menudos e insonda­bles abismos del ser insignificante que deambula en una «caracha” sin  placas, sin taxímetro, sin esperanzas, y luchando a brazo partido, casi con la ley encima, para no dejarse morir de hambre.

El Espectador, Bogotá, 23-II-1982.

* * *

Comentario:

Tengo que contradecir lo que afirma Gustavo Páez Escobar en su columna. Él asegura que sólo hay un rostro amable entre los choferes de los taxis de Bogotá.

Yo tomo taxi con frecuencia y puedo asegurar que es grande la amabilidad de los choferes. Al entrar, saludo y doy las gracias por haber parado para recogerme. Y pronto empezamos a dialogar. Pre­gunto cuántos «pelaos» tiene y si el negocio está bueno. Hablamos de política y por quién va a votar. He sabido con mucho agrado que el mayor interés de estos padres de familia es la educación de sus hijos. La inmensa mayoría tiene sus hijos en el colegio, y otros  ya  están  ejerciendo un oficio. Del negocio dicen que no es muy bueno, pero les da para vivir. Son muy escépticos respecto a la política y a nuestros hombres públicos. La mayoría no vota nunca. Pero ese es otro problema. Emilia de Gutiérrez, Bogotá.

(¿Entendería doña Emilia mi artículo? GPE)

 

 

 

Categories: Bogotá Tags:

Tarjeta de crédito

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Humor a la quindiana

Por: Gustavo Páez Escobar

Señor gerente: no resisto la ten­tación de contar a usted la experien­cia que tuve en días pasados al pre­tender hacer una compra en su fábrica y tener que desistir de ella al no haber hallado ni la fórmula ni la persona indicadas para resolver un caso de simple comercio.

El terciopelo que había seleccionado por valor de $16 mil se me quedó en proyecto porque unidas dos tarjetas de Credibanco, la de mi señora y la mía, sólo nos permitían, según expli­cación de la empleada, un máximo de $10 mil. Las otras tarjetas, la Cre­dencial y la Diners, tuvimos que guardarlas casi que con pena porque la empleada las rechazó de plano.

Le sugerí dos fórmulas: que me permitiera ampliar la tarjeta por los $6 mil restantes, explicándole que los cupos de ambas estaban libres hasta $60 mil, o que me aceptaran un cheque sobre Armenia, para lo cual exhibí una serie de documentos que hubieran convencido de mi honorabilidad a otra persona, menos a su empleada, señor gerente, que cumplía «órdenes estrictas» y que no podía excederse en un milímetro.

Pedí, entonces, que un empleado de más categoría me sacara del embro­llo, pero no fue posible. Alguien me insinuó al oído que era preciso hablar con la jefe de ventas, título que me pareció apropiado para salvarme de las «órdenes estrictas». Pero esa se­ñorita se escondió. Quería contarle a ella que, además de poseer las cons­tancias de honorabilidad que no pude hacer valer, era columnista de El Espectador y otros periódicos, y que por otra parte nunca había ingresado a la cárcel por estafador.

Me tocó presenciar con tristeza, como si yo fuera el dueño de la fábrica, que otro señor que ofrecía soluciones parecidas a la de este honorable ciu­dadano que a usted acude, se retiraba del establecimiento porque de nada valían ni sus tarjetas de crédito ni sus súplicas. En Colombia, por desgracia, a todos nos ven cara de estafadores cuando empleados menudos están cumpliendo «órdenes estrictas».

Pasé al negocio siguiente y allí me encontré con la noticia de que no había tarjetas de crédito. Es decir, tendría que regresar a Armenia sin el tercio­pelo. Pero mi sorpresa fue grande cuando el empleado, un señor diná­mico y según se ve sicólogo, me dijo que me aceptaba el cheque.

Casi no encuentro, de puro susto, la chequera. Ante tanta amplitud terminé com­prando el doble de la mercancía pro­yectada. Volé, claro está, al teléfono, para rogarle al gerente del banco, gerente como usted, que me pasara en sobregiro unos pesos que había girado de más, muerto de la emoción. Y le aseguro, señor del alma mía, bajo mi palabra de banquero (también soy en alguna forma colega de usted), que el cheque no resultó chimbo.

*

Regresé, de todas maneras, a su fábrica, una casa de prestigio que me resultaba pintoresca, quizá por la propia torpeza de sus empleadas, las cumplidoras de «órdenes estrictas». Esta vez no habría problema porque la compra, unos metros de peluche, ca­bían en cualquiera de nuestras humildes tarjetas de Credi­banco. Pero la empleada resbaló otra vez. Dijo que si la tarjeta era expedida en Armenia, no valía, porque se nece­sitaba una de Bogotá.

Le expliqué, con mucha paciencia y hasta con humor, que estas tarjetas eran nacionales. Al fin se convenció, señor gerente, des­pués de haber pasado la operación a la jefe de ventas, que seguía escon­dida.

No he resistido las ganas de contarle esta aventura, señor gerente. Creo que me lo va a agradecer. Y es que la imagen de un negocio, por más transacciones millonarias que realice, está en el mostrador. Le pongo algo de humor a estas trastadas para que usted, que debe ser gran empresario (alguien me contó que en ese momento jugaba golf), reciba la noticia con serenidad y no le dé por despedir a las menudas empleadas sin facultades para nada.

*

Posdata: Algo ha sucedido con mi vale de Credibanco, porque no me ha sido cobrado. Ha pasado mucho tiempo… ¿Sería que la señorita ven­dedora lo confundió con un papel de envolver?

El Espectador, Bogotá, 31-I-1982.

* * *

Misiva:

He leído con el mayor detenimiento el artículo publicado por el periódico El Espectador, el pasado 31 de enero y quiero agradecerle su colaboración y al mismo tiempo lamentar los inconvenientes que tuvo para la utilización de su tarjeta Credibanco. Para nosotros sería muy importante que nos diera el nombre del establecimiento donde tuvo problemas con el objeto de poder visitar dicho establecimiento y evitar contratiempos a otros usuarios… Vicente Dávila Suárez, presidente de Ascredibanco, Bogotá, 1-II-1982.

 

Categories: Humor Tags:

Armenia: urbanismo inalcanzable

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Más que para nosotros los que habitamos de tiempo atrás la ciudad de Armenia, para los turistas o los simples viaje­ros “la niña se volvió grande». Es frecuente escuchar que Armenia es una de las ciudades que mayor cre­cimiento registran en al país. El viajero desprevenido se encuentracon un centro pujante, afanoso, sor­prendente.

Llegó el progreso y nos sacó de madre. La ciudad, la pequeña aldea de antaño, recibió con la creación del departamento un germen extraño a otros lugares: el de volverse adulta a toda prisa, sin detenerse. Hoy Armenia ya no cabe en sus límites. Estos le quedan estrechos.

El urbanismo, esa ansia de extendernos, de crecer, de tumbar casas viejas, de levantar edificios, ha transformado a Armenia. Sin embargo, es una ciudad apurada, en constante déficit de servicios públicos. La ciudad, a medida que crece y crece y crece, adquiere nuevos problemas. Eso lo saben mejor las autoridades, las que a duras penas pueden sostener los precarios servicios de agua, luz y teléfono.

Eso lo sabemos mejor quienes tenemos que sufrir continuas limitaciones. Lo sabemos mejor los que ya encontramos estrecho el espacio para movernos en carro o a pie y que poco a poco estamos llegando a un centro embotellado, asfixiado, próximo al infarto.

El problema de los vehículos es cada vez más alarmante. O mejor, es la falta de vías amplias y veloces que mantengan en circulación el enjambre de automóviles, buses, camiones, motocicletas que no tienen por dónde desplazarse. Los buses intermunicipales y los poderosos camiones pasan resoplando por pleno centro de la ciudad y hacen in­sufrible el ambiente. El tufo denso de los motores, los pitos desaforados que pretenden así ganar terreno, las motos sin silenciador son fenómenos que nos trajo el urba­nismo.

Hay que corregir conceptos. Estamos ante una ciudad lineal que camina en una sola dirección. Es preciso esta­blecer nuevos polos de desarrollo. Es necesario abrir nuevas avenidas. Por encima de todo, hay que remediar el gravísimo reto de los servicios públicos. Sabemos que se trabaja intensamente en varios frentes. Hay ganas de hacer cosas.

Los teléfonos, ahora enredados e insuficientes, un día amanecerán hablando duro. Las calles se están remendando, por más que la operación «tapahuecos» ocasione trastornos. ¿Y el agua, y el alcantarillado, y la luz? Para este y los gobiernos sucesivos, departamentales y municipales, el plan prioritario es Armenia. Necesitamos gente capaz, emprendedora y sin politiquerías.

No permitamos que el urbanismo nos gane la partida. Respondamos con obras de infraestructura, con planeación, con ojo avizor y sobre todo con coraje. Y  digámosle al país entero que el mayor milagro de Armenia es el de crecer armónicamente, a la par con la necesidades, anticipándonos a las sorpresas y los traumas del futuro.

La Patria, Manizales, 30-III-1982.

 

Categories: Quindío Tags:

La Patria ajena

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Porque la Patria, Pacho, es primero que todo nuestra. De todos.  Y Colombia es ajena». Tulio Bayer.

Leo ahora, y mejor releo, en un remanso de vacaciones, el excelente y combativo libro Carta abierta a un analfa­beto político, del médico Tulio Bayer, hoy refugiado en París, desde hace muchos años, como consecuencia de su protesta guerrillera contra el «establecimiento» colombiano. Cuando las noticias diarias de la prensa dan cuenta de la masacre entre colombianos que deja al país salpicado de sangre, cabe meditar, como lo hago con pesar al borde de uno de los límites territoriales, en presencia del mar que por fortuna sigue siendo nuestro, si la Patria –con esa mayúscula sentida que Bayer repite muchas veces en su escrito– es realmente de todos.

El primero en sentirla y añorarla, por tenerla lejos y desfigurada –en el afecto y en el acto físico y moral de su lenta destrucción–, es el mismo Bayer, el patriota que ha podido equivocarse de métodos y de estrategias, pero no de sentimiento nacionalista. Mucho se ha fustigado a este médico audaz que,  cercado y angustiado, reclamó, por medios considerados subversivos, mejores oportunidades para todos, comenzando por él mismo. Se lanzó a la rebelión al cerrársele todas las puertas, y acaso no se considere atrevido afirmar que es uno de los colombianos más valientes, por lo mismo que ha sido de los más combatidos y más sufridos.

Acaudillar causas sociales –y no podrá negarse que Bayer es un hombre que siente las necesidades del pueblo– no es posición cómoda. Muchos, como José Antonio Galán, el sacerdote Camilo Torres y Jorge Eliécer Gaitán, que también recibieron el calificativo de subversivos, pagaron con su vida el amor a sus ideas, el amor a la Patria. Nariño, y Sucre, y Bolívar, y Cristo fueron derrotados por defen­der a los humildes. La Carta de Jamaica, uno de los más importantes documentos políticos de nuestra historia, no es sino un clamor de justicia. En su tiempo provocó furiosas reacciones.

Ahora que la geografía de la Patria se tiñe de sangre a mañana, tarde y noche, en una de las guerras más violentas que haya conocido el país; ahora que la violencia urbana y la violencia rural están acabando con la tranquilidad de los hogares y la riqueza nacional; ahora que se enardecen las pasiones en el fragor de la plaza pública; ahora que el país se divide entre secuestrables y ¡Muerte a los secuestradores…! es cuando resuena la gran verdad de la Patria ajena. Nos matamos entre colombianos, nos zaherimos, desquiciamos la nacionalidad… ¡y aún queremos ser colombianos! Nos distanciamos por colores políticos y nos odiamos, olvidando que, al decir de Gaitán, «el paludismo no es liberal ni conservador, ni el hambre es liberal ni conservadora”.

Bayer pide comprobar «que hay un conglomerado humano hambreado, ignorante, engañado, que constituye la población del país». ¡Qué bien citar estas palabras al oído del candidato, de todos los candidatos que se disputan el favor las urnas!

Una artista colombiana, Feliza Bursztyn, acaba de morir asilada en País por nostalgia de Patria. Tulio Bayer, ausente de Colombia hace dieciocho años, tiene también dolor de Patria. García Márquez abandona apresuradamente nuestro territorio, «su territorio», por no sentirse en su casa. La Patria, entonces, no es de todos. Es un derecho y también una negación. La consigna de Bolívar  de unir a los colombia­nos, de hacerlos más hermanos, está perdida en nuestros días. En lugar de dispersar, de desterrar a los habitantes de es­ta sufrida Colombia, hay que unirlos, hay que atraerlos. La mejor manera de hacer patriotas es no formar apátridas.

Tulio Bayer, por decir y sostener su verdad –y esto es Carta abierta–,  tuvo que irse de Colombia. Vive  convencido de su verdad y no cede ante nada ni nadie. Ha estado a favor del pobre, del necesitado, del opri­mido. Se ha dado lujos poco comunes. El principal de ellos es el de mantenerse fiel a sus principios. Ha sufrido reveses, cárce­les, afrentas, pero nunca se ha doblegado. Le gusta ser así. Colombia no conoce a Tullo Bayer. Sabe, cuando más, de un «locato» que hacía guerrillas.

Antes de combatirlo, de expulsarlo de la sociedad, hay que leerlo. También es colombiano. Y es un colombiano sufrido, nostálgico de su suelo. Quizás nunca regrese a él. La Patria le es ajena, y no debería serlo. «Y para mí –dice– y creo que también para ti, Pacho, montañeros como somos en el origen, los  campesinos también son la Patria…»

El Espectador, Bogotá, 21-I-1982.
Clarín, Montenegro, enero de 1982.