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Archivo para domingo, 16 de octubre de 2011

Vigencia del escritor

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Palabras pronunciadas por el autor en el acto de lanzamiento del libro de cuentos El sapo burlón, en el Museo Arqueológico del Quindío.

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Muchas veces me he preguntado para qué sirve la literatura en un mundo como el actual tan materializado y tan frívolo. El hombre moderno vive esclavo de los caprichos de la moda y disipado entre las fantasías de esta época que pretende ser fastuosa y hasta tecnificada, pero que se ha olvidado de alimentar el espíritu. Parece que el afán de nuestros días con­siste en desnaturalizar al hombre, en ro­barle su esencia de ser pensante y crea­dor, para convertirlo en robot.

Hoy es más importante la posesión de bienes materiales, el enriquecimiento vo­raz, la locura de la droga, el desenfreno de la conducta, que las reglas del decoro y el ejercicio de la moral.

Nos movemos en un mundo ligero y frenético donde los valores se derrumban y los principios se desprecian. El hombre ya no piensa, y menos investiga ni crea. Vive dominado por el televisor y sedu­cido por los placeres fáciles. Poco a poco vamos llegando al peor materialismo, y en realidad ya estamos en él.

Ante tanta disolución es que me pre­gunto para qué sirve la literatura. ¿Sí valdrá la pena escribir libros? Seamos sinceros. El escritor se está quedando sin lectores. En esa misma forma la mente se atrofia. Las nuevas generaciones no nacieron para pensar. Se aburren entre los clásicos. Lo quieren todo prefabrica­do y no hacen ningún esfuerzo por descubrir las maravillas del espíritu.

Quiero decir, sin embargo, que el li­bro no ha muerto, ni morirá jamás. To­davía hay lectores silenciosos que luchan por la supervivencia del hombre. Toda­vía hay quijotes de la literatura que no quieren dejar acabar este planeta. Y es preciso entender que el mundo sólo se salvará con humanismo. Aquí es donde la respuesta al interrogante que he plan­teado me indica que la literatura es el arma contra la mediocridad. Con ella derrotaremos la decadencia de los nuevos tiempos.

Entonces vale la pena ser escritor. No importa que el escritor sea un ser solitario entre el bullicio del mundo, si él está ayu­dando a redimir al hombre, a dignificar la vida.

La reunión de esta noche comprueba que el libro no ha muerto. Aún hay quienes lo escriben y quienes lo leen. Yo vengo a este escenario a hacer un acto de fe en la vigencia de las letras; a sostener, además, que sin espíritu no podremos salvarnos del desastre. Y habrá que seguir proclamando a todos los vien­tos que es necesario acogernos, para no naufragar, al último vestigio que encon­tremos de humanismo.

Me siento muy a gusto en la sede del Museo Arqueológico del Quindío recibiendo el generoso homenaje que ustedes han que­rido dispensarme con mo­tivo de la publicación de mi último libro. Si la obra es modesta, atestigua de todas maneras que todavía existe interés por la cultura.

Este Museo del Quindío, convertido en la referencia cultural de este pueblo, es también demostración de civismo. El Banco Popular tuvo la feliz idea de engrandecer el patrimonio que hoy admiramos en este recinto y de contri­buir así a la defensa del arte.

Quiero re­cordar que el presidente de la Junta Directiva del Banco Popular era el doctor Hugo Palacios Mejía, aquí presente, promotor entusiasta de esta realización. Reci­bo sus palabras estimulantes con emoción y como reto para proseguir la marcha.

El ambiente, por lo tanto, no puede ser más propicio para celebrar la aparición del nuevo libro, este sencillo libro escrito en el Quindío en los entreactos de mi ofi­cio agobiante, y editado por el Banco Popular dentro de sus conocidos propósitos culturales.

La Patria, Manizales, 26-I-1982.
Mensajero, Banco Popular, abril de 1982.
Revista Aristos Internacional,
Alicante (España), nov/2020

Palabras de Hugo Palacios Mejía

Aunque ando metido de político, no sé mucho de cuentos. Por eso, quizás, no debía aceptar el encargo de hablar esta noche. Si finalmente me lancé al ruedo fue apenas por tener la oportunidad de hacer pública mi admiración y mi aprecio por Gustavo Páez Escobar. Gustavo es un quindiano por adopción. Él vino de otras tierras hace algún tiempo y se ha quedado entre nosotros dejando aquí muchas cosas muy buenas. Este Museo, por ejemplo, que rescata para Armenia piezas valiosas de nuestra cultura aborigen. De no ser por Gustavo y el Banco Popu­lar, el Museo estaría más hundido que la avenida 19.

Esta, que hoy presentamos en sociedad, es la cuarta obra suya, y todos hemos tenido oportunidad de leerlo en El Espectador y La Patria. Su voz es una de las pocas voces del Quindío que reciben audiencia ante el país. No soy yo persona capaz de hacer un análisis literario de la obra de Páez, sobre todo después del que hizo en el prólogo Otto Morales Benítez, y después del análisis que debieron hacer los directores del Fondo de Publicaciones del Banco Popular, que decidieron incorporar este libro a una colección que goza de bien merecida fama en el país y en el exterior. Creo, sí, que puedo destacar la perseverancia creadora de Gustavo.

Escribir es un oficio que demanda mucho tiempo y paciencia y que, por regla general, no produce sino satisfacciones personales. El escritor, sin embargo, presta un gran servicio a la comunidad. Su vocación es eminentemente social.  El oficio de escritor supone, necesariamente, un afán de comunicarse, de compartir, que es el signo distintivo de todo el progreso humano. Gracias al escritor las experiencias y las percepciones individuales pasan de unos lugares a otros y de unas generaciones a las sucesivas, formando, así, la herencia de la especie. El escritor merece siempre el aprecio de sus conciudadanos.

A Gustavo lo buscamos las más de las veces para pedirle préstamos y sobregiros. Era justo que nos reuniéramos esta tarde alrededor suyo para darle las gracias por lo que él ha hecho por nuestra ciudad y nuestro departamento. Para darle las gracias por su perseverancia en la creación literaria y por los buenos ratos que nos depara la lectura de sus artículos y de sus cuentos.

El modelo japonés

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace 36 años Mac Arthur avanzaba por el Pacífico ocupando posiciones estratégicas para dominar a los ja­poneses, que parecían invencibles. Los Aliados luchaban desesperadamente contra un enemigo tenaz que no se mostraba dispuesto a rendirse y que, por el contrario, miraba con arrogan­cia los avances de los americanos.

Cuando el gobierno japonés recibió el ultimátum, lejos de entregarse hizo mofa del enemigo porque no suponía que ya estaba lista la bomba atómica que destruiría, aquel fatídico 5 de agosto de 1945, la ciudad de Hiroshi­ma, y tres días después desolaría a Nagasaki.

La guerra se había ganado con la fuerza nuclear. El Japón, con dos millones de muertos, arrasada la población, destruida su industria y esterilizada su agricultura, era un pueblo agonizante. Sus fortalezas fí­sicas y morales caían abatidas por un enemigo superior. En esas condiciones firmó la rendición incondicional, se­llando el término de la Segunda Guerra Mundial, guerra pavorosa que dejó mutilada a la humanidad, aunque no parece que experimentada, ya que su afán armamentista, y ahora neutrónico, la arrastra a peores desastres.

Pero aquel pueblo agotado aprendió de esa lección incendiaria a levantarse sobre las ruinas. Reducidos los japo­neses a la miseria absoluta, desnudos y hambrientos, iniciaron la etapa de la reconstrucción física y moral. Del martirio de Hiroshima y Nagasaki salió la fuerza creadora. Era preciso sacar de la destrucción el aliento necesario para demostrarle al mundo que no se había perdido la última batalla: la del espíritu.

Las fábricas comenzaron a organi­zarse, las ciudades a reconstruirse, la agricultura a tecnificarse, y la vo­luntad, el arma más poderosa, a vencer el cerco que parecía invenci­ble. Se dice hoy que el mayor atributo de los japoneses ha sido su inteli­gencia. Se propusieron aprender a ser sabios, y lo lograron. Fueron recepti­vos a todas las enseñanzas y, siempre en plan de adquirir nuevos cono­cimientos, dominaron la tecnología moderna que ellos exportan exportan al mundo entero.

A los norteamericanos los mantie­nen en jaque. Los descubrimientos japoneses invaden todos los mercados del planeta. Son los mejores fabri­cantes de automóviles y camperos, de aparatos de televisión, de computa­dores, de mecanismos electrónicos. Marcas tan famosas como Sony, Honda, Toyota, Nissan, Mazda, Hi­tachi, Toshiba… demuestran lo que vale esta nación poderosa.

Es el Japón campeón del mundo. Sus habitantes son lectores apasionados y hacen de cualquier medio de información un canal de enseñanza. Les gusta asistir a conferencias y toda clase de actos culturales, porque saben que el cerebro humano es portentoso. Se ex­plica así que sea un país de científicos.

Este modelo de superación reta hoy al mundo con su técnica. Aprendió a ser grande en medio del desastre. ¡Qué lejos estamos nosotros de copiar, siquiera en mínima parte, a este gigante del desarrollo!

Tenemos en nuestro suelo colombiano todo lo contrario de lo que nos enseña el modelo japonés: pereza para producir, desgano para leer, incapacidad para crear, desidia para progresar… Nos sobran malos dirigentes, porque ni siquiera sabemos escogerlos, y nos asfixia la corrupción en todos los estamentos de la sociedad. El males­tar social atenta contra la seguridad pública y la estabilidad económica.

Sin embargo —¡quién lo creyera!—, se nos ha prometido volvernos el Japón de Suramérica. ¿No será un sueño fantástico? El molde, como se ve, se buscó demasiado exigente.

El Espectador, Bogotá, 7-X-1981.

 

La Defensa Civil

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

«Defensa Civil es la parte de la Defensa Nacional que comprende el conjunto de medidas, disposiciones y órdenes no agresivas, tendientes a evitar, anular o disminuir los efectos que la acción del enemigo o de la naturaleza pueden provocar sobre la vida, la moral y bienes del conglomerado social».

Así la define el decreto número 3398 de 1965 por medio del cual se creó este importante organismo que tiene por objeto aglutinar la colaboración de los particulares en los momentos de calamidad pública, como terremotos, incen­dios, inundaciones y toda clase de desastres naturales, y de adelantar campañas cívicas para la for­mación de los ciudadanos en sus deberes con la sociedad.

La Defensa Civil no tiene carácter de autoridad, pero colabora con ella desde diferentes campos de acción, dentro de su lema «Listos en paz o emergencia». Apareció en el mundo como consecuencia de la Primera Guerra, cuando las naciones europeas vieron la necesidad de preparar a la población civil contra los efectos de las fuerzas béli­cas. La guerra provocó el desbarajuste de todos los sistemas organizados, cuya ruptura dejó al hombre dominado por el pánico y afectado en sus bienes, su salud y sus más nobles sentimientos.

En Colombia aparecieron las primeras brigadas de socorro en el año de 1875, con motivo del terremoto de Cúcuta. Un puñado de voluntarios acudió al sitio del desastre a levan­tar el ánimo de sus hermanos en desgracia y recomponer la ciudad devastada.

Son datos que me suministra el doctor Humberto Sabogal Ospina, que está al frente de la Defensa Civil del Quindío desde su fundación, en 1970, cuando con dieciséis vo­luntarios le dio vida al organismo. Hoy se cuenta con seis­cientos voluntarios en todo el departamento y con una tra­yectoria de vigilante servicio y de total compenetración con las urgencias de la comunidad.

Para que la entidad sea eficaz se ha impuesto un abnegado plan de educación ciu­dadana sobre civismo, acatamiento de las autoridades, sentido de la defensa personal y del conglomerado.

Al preguntarle al doctor Sabogal sobre los recursos económicos con que deben atenderse los gastos, me dice que son precarios ya que no reciben auxilios oficiales ni tienen rentas propias. Un grupo de damas y caballeros hacen posible, mediante bingos, rifas y con­tribuciones voluntarias, la atención  de los egresos. A pesar de la falta de apoyo oficial y privado, la entidad construyó y sostiene el Instituto del «niño diferente en el desarrollo», situado en la avenida 19, donde son aten­didos 40 niños y hay capacidad total para 120.

Resulta loable esta solidaridad humana con que por iniciativa privada se vela por las necesidades ajenas, y sería de justicia que las autoridades prestaran más apoyo a una empresa que vive en permanente función de servicio social. Y que la ciudadanía en general entendiera que se necesita su colaboración para que el organismo subsista.

La Patria, Manizales, 23-IX-1981.

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La pobreza absoluta

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Uno de los temas que más interés han causado en los enfoques sociales del doctor Virgilio Barco es el de la pobreza absoluta que azota a grandes núcleos del pueblo. Pro­blema complejo éste que se agrava cada día más conforme crece la po­blación y se reduce la productividad del país. Las fuentes de empleo esca­sean por el deterioro de los mercados, y las empresas, agobiadas de cargas fiscales y sometidas a los vaivenes de una economía incierta y carente de halagos, tienen que licenciar personal e inclusive clausurar operaciones.

Vemos a diario el anuncio de fábri­cas y comercios que se declaran en quiebra o convocan a concordatos, y ya ha dejado de ser escandalosa la noticia sobre firmas de prestigio que se disuelven de repente. A raíz de de la disminución laboral, persistente y dramática, in­finidad de familias que dependían de la empresa en crisis entran a engrosar la población de los desocupados y a empeorar la situación social del país.

Muchos empresarios y terra­tenientes, desestimulados por el bajo rendimiento de los negocios y tenta­dos con el atractivo de mejores ga­nancias en los papeles bursátiles y más todavía en los mercados de la usura, salen de sus propiedades en busca de superiores utilidades, sin tantos riesgos y zozobras. Colombia, que tiene una marcada vocación agrícola, se encuentra hoy con tierras explotadas a medias o abandonadas. Trabajarlas implica en unos casos inseguridad y demasiados sacrificios, y en otros escasa rentabi­lidad.

En esta forma se cierran, en los campos y las ciudades, las oportu­nidades de empleo que buscan an­gustiosamente los colombianos des­protegidos. Crece la inconformidad social y se llega inclusive a la pobreza absoluta, una pobreza mendicante y bochornosa, de que habla el doctor Virgilio Barco. Familias enteras, ex­puestas a intemperies y hambres insaciadas, que vagan de aquí para allá en busca de cualquier medio de sub­sistencia, se convierten en un peligro social al ser incitadas, para poder vivir, por el único camino que parece presentárseles: el del delito

Esa pobreza extrema, que se viste y se disfraza de muchas formas, es una de las mayores realidades de nuestra sociedad y un abismo insondable frente a la indiferencia de los ricos. Es una necesidad apabullante que reta la capacidad de los gobiernos para re­mediar o por lo menos disminuir la angustia de esas masas cercadas por el hambre y el desespero.

Bien es sabido que en los tiempos electorales se agitan temas de esta índole, como para morder la sensibi­lidad del pueblo, y se esbozan pro­gramas y soluciones, sin que luego aparezcan las fórmulas expuestas cuando se iba detrás de los votos Criticar es oficio fácil; lo difícil es resolver problemas. Pero en el caso del doctor Barco, hombre serio y bien intencio­nado, hay que pensar en su rectitud mental, porque además no tiene an­tecedentes demagógicos. Para cual­quier candidato el reto es el mismo y ojalá que también fuera igual el pro­pósito de actuar. Más que enuncia­dos y ofrecimientos se requieren acciones vigorosas para superar los males.

Son múltiples los frentes de trabajo que se abren para quienes aspiran al solio de Bolívar. Este de la pobreza absoluta es apenas uno de nuestros males endémicos. Una nación como Colombia, afectada por el relajamiento de las costumbres y la crisis de los valores, reclama una sabia dirección para detener este progre­sivo deterioro que parece conducirnos a la disolución.

El Espectador, Bogotá, 3-X-1981.

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Las mayorías silenciosas

domingo, 16 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Un país abstencionista como Co­lombia, donde el sesenta por ciento de la población hábil permanece ausente de las urnas, no puede representar una auténtica democracia. Mucho se es­pecula con el voto popular, que el candidato ganador proclama haber conquistado en franca lid, pero lo cierto es que las grandes mayorías han perdido la fe en sus dirigentes.

Si por democracia se entiende el gobierno del pueblo, aquí no manda el pueblo. Por encima del querer popular se turna, de cuatro en cuatro años, y ni siquiera se renueva, la clase política que se reparte entre conser­vadores y liberales el favor de los puestos públicos.

Cuando la indisciplina y la falta de postulados es el común denominador de los partidos, las consignas electo­rales no van más allá de estimular el voto  cautivo, el de siempre, pero no penetran en esa otra población apática que murmura entre dientes su insatisfacción. Para ese conglomerado no aparece el líder que encarne la esperanza, y si a veces lo vislumbra, lo deja perder.

Los políticos gastan tiempo y energías despertando el afán partidista y dejan, en cambio, de mover las grandes inquietudes que afligen a la mayoría de los  colombianos.

El pueblo pide con su silencio la renovación de los partidos y sus programas y ha dejado de ser liberal o conservador. Primero le interesa encon­trar el personero de sus angustias y este no existe o no se atreve a ser verdadero caudillo de masas.

Cuando sobre el país nacional se impone el país político, sin que este forcejeo signifique nada nuevo y sí en cambio una frustración, es que la democracia sigue de mal en peor. Es una democracia herida y agonizante que deja escapar las oportunidades que todavía tiene para corregir los errores y conquistar mejores días.

El momento es de confusión y caos. En esta batahola de las am­biciones políticas donde se lucha por la supremacía de las personas y no por el imperio de las ideas, la opinión pública no logra hacerse sentir en medio del desbarajuste. De tumbo en tumbo llegamos a la crisis de las instituciones y al relajamiento de las conciencias.

Nadie se resigna a perder y todos quieren proclamarse abande­rados de las mejores causas. Hoy medio país está pendiente del tema esterilizante de la reelección o la no reelección, y el otro medio, que se supone matriculado al partido con­trario, teme que lo mismo ocurrirá en sus predios. ¿Dónde, en cambio, está el genuino líder popular que despierte el interés de las mayorías silenciosas?

El país entero, sea en forma pasiva o vociferante, pide que cesen las inútiles confrontaciones y los hábiles manipuleos para que surja la persona capaz de enderezarle la pata coja a esta estropeada democracia.

Es el sombrío panorama que tene­mos a la vista, con el que nos hemos acostumbrado a convivir y que no nos atrevemos a modificar. Se necesita una democracia participante que no se conforme con el continuismo y que influya en este país despotri­cado. La patria es en teoría de todos, pero más parece ser sólo de unos pocos: los que manejan la mansedumbre del pueblo adorme­cido.

El Espectador, Bogotá, 17-IX-1981.