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Archivo para lunes, 17 de octubre de 2011

Una poetisa olvidada

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Laura Victoria (Gertrudis Peñuela de Segura en su nombre civil), mi ilus­tre paisana de Soatá residente en Méjico hace 45 años, sufre dolor de patria. Quisiera ella regresar del todo a su solar nativo, pero tal vez sus cir­cunstancias familiares no se lo permi­tan. Su alma añora, entre tanto, la tierra nutricia que le inspiró su mejor poesía. Y hoy, en la dorada edad de las nieves y los profundos recuerdos, siente el río de la patria como eco clamo­roso y remoto al mismo tiempo.

Con nostalgia evoca sus raíces co­lombianas:

Patria, para quererte más es necesario

beber el barro de tu ausencia;

mirarte desde lejos

en tus rectas llanuras,

en tus valles floridos,

en los ríos anchurosos

que corren vertiginosamente

sobre tu piel morena.

Lejos de ti no saben el pan ni la alegría…

He visto en la revista Nivel, que di­rige en México ese otro gran poeta colombiano y continental que se llama Germán Pardo García, el entrañable homenaje rendido a Laura Victoria, a quien él considera «la mayor poetisa de Colombia y una de las más ilustres de América». Ya Guillermo Valencia había catalogado su poesía como «la más auténtica, la más envidiable y la más pura». Y Juana de Ibarbourou la halló «intensa, joven, vital, verdadera joya». En similares términos se han mani­festado otros destacados intelectuales.

Pero Colombia, triste es reconocerlo, se ha olvidado de Laura Victoria. Sus libros no volvieron a editarse y hoy suena lejano ese nombre que en otras épocas hizo vibrar la emoción nacional. «Llamas azules es sin duda el mejor libro poético publicado por mujer al­guna en Colombia», declaró Rafael Maya». Cráter sellado y Cuando florece el llanto, publicados en Méjico y España y agotados en su primera edi­ción, tuvieron también figuración in­ternacional. Ninguna de estas obras se consigue hoy en las librerías.

Esta inmensa cantora del amor, que en forma estremecida quemó con sus arrullos el corazón de los colombianos, que fue laureada en los Juegos Florales de 1937 y deja páginas magistrales como su poema A Beatriz y su romance El elefante de viento, es ahora ajena en su propia patria. Es la amnesia de los tiempos que en nada se opone, sin embargo, a la gloria conquistada.

Laura Victoria, cuya poesía sensual compite con las más finas expresiones del género, cultiva en sus últimos años la poesía mística. Y ésta, como ironía, permanece inédita. Ni Colcultura ni Extensión Cultural de Bogotá, que le prometieron publicar sus libros, cum­plieron el ofrecimiento. Es un dato oculto que por primera vez se revela, por infidencia del articulista, para que los editores y lectores co­lombianos queden enterados.

Esta nota, que entraña una comedida protesta por la indolencia de la cultura y la ingratitud de los colombianos, se escribe a espaldas de mi distinguida corresponsal. Su proverbial modestia no me la hubiera autorizado. Pero como Laura Victoria debe re­gresar a Colombia, tanto de cuerpo como en su luminoso estro, y a Soatá habremos de llevarla, no temo ser de­lator de secretos.

En sus intimidades está viva la imagen de la aldea: Surgen en la distancia / las tardes de mi pueblo / surcadas de caminos, / donde van las muchachas / con las trenzas desnudas / y los senos erectos. / Las muchachas de sol / y agua temprana, / doradas como dátiles, / esquivas como el viento /…

*

La mujer que escribió En secreto, una de las declaraciones más penetrantes de la pasión romántica, nunca podrá ser olvidada. Oigámosla:

Ven, acércate más. Para tu cuerpo

seré una azul ondulación de llama,

y si tu ardor entre mi nieve prende,

y si mi nieve entre tu fuego cuaja,

verás mi cuerpo convertirse en cuna

para que el hijo de tus sueños nazca.

El Espectador, Bogotá, 12-XI-1985.

 

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Nuevo énfasis social

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Entra el doctor Belisario Betancur al último año de su gobierno con el anuncio de que buscará, por todos los medios, un radical cambio social del país. La intención es excelente y no se pone en duda. Pero no es probable que en un año logre las soluciones que requiere el momento actual.

El Presidente tuvo la mejor oportunidad de transformar la patria en los albores de su mandato, cuando contaba con un decidido voto de con­fianza de la nación entera y su prestigio era vigoroso. Había conquistado el poder, tras esforzadas luchas demo­cráticas, con la promesa de que frenaría los impuestos y aliviaría las cargas que asfixiaban el presupuesto de las fami­lias. El pueblo halló en él la respuesta que buscaba y por eso lo escogió como la mejor opción.

La nueva administración se anotó en sus inicios aciertos indudables. El más positivo consistió en el golpe cer­tero propinado a la casta privilegiada que se había especializado en ejercer la mayor corrupción de todos los tiempos. Otro acto relevante fue el rechazo frontal a los viejos vicios políticos. Se establecía así un mandato libre y for­talecido contra indebidas presiones, y eso le permitió dictar y poner en fun­cionamiento ejemplares códigos de ética administrativa. Sus campañas sobre la paz, controvertidas en muchas de sus estrategias, y de claro propósito conciliador, le marcarán un sitio en la historia.

Después de estos tres años nos pre­guntamos cuánto habría ganado su gobierno, y por consiguiente Colombia, si se hubiera mantenido inflexible contra las intromisiones y las apeten­cias políticas.

Comienza ahora la cuenta regresi­va. El breve plazo de un año es angus­tioso para dar el timonazo que se ne­cesita. Al dejar el país de generar una economía suficiente para atender tanta promesa anunciada, los compromisos sociales perdieron piso. Y los impues­tos, el punto más sensible del programa y la arteria más dolorosa de los co­lombianos, se desbordaron.

Dice Alfonso Palacio Rudas que «jamás las crónicas de nuestra Hacienda Pública registraron tantos y tan sucesivos manipuleos del arbitrismo como los ocurridos en estos tres años de experiencia populista».

Los problemas más agudos de la hora son la carestía de la vida, el déficit de empleos y los impuestos agobiantes. De este trípode se desprenden no pocas de las angustias sociales. Al contribuyente se le ascendió al máximo escalón de la picota impositiva como recurso desesperado para contrarres­tar la decreciente producción nacional e incrementar las rentas.

Esta frustración nacional es la que se propone rectificar el Presi­dente en este año postrimero, que nunca ha sido el mejor. Se buscan so­luciones por ser la etapa del mayor desgaste gubernamental. Sin embargo, todavía es posible el milagro. Y nada de raro sería que el doctor Betancur, que es tan original en sus cosas, nos diera una sorpresa vitalizadora en los in­ciertos días por venir.

El plazo no se ha vencido y aún son posibles las realiza­ciones. En el campo de los impuestos, la canasta familiar y la ocupación laboral reside el nudo de la problemática social. ¿Por qué no recuperar los pasos perdidos?

El Espectador, Bogotá, 30-IX-1985.

El poeta de la ruana

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Luis Carlos González murió en su ambiente. Se fue cantando bambucos. Hizo de su vida una canción y así en­tendió la parábola del montañero, que sin música en el alma no logrará desa­fiar los arcanos de la muerte.

Este vate popular, que tan bien supo interpretar los amores, las angustias y las costumbres de su gente, pasó por su pro­vincia como un viento fresco. En cada corazón enamorado depositaba las nostalgias de su tiple bohemio, y en las fatigas del labrador derramaba las esperanzas de los amaneceres tran­quilos.

Un día tendió su ruana por los ca­minos de su tierra y enlazó a toda Co­lombia:

La capa del viejo hidalgo

se rompe para ser ruana

y cuatro rayas confunden

el castillo y la cabaña.

Es fundadora de pueblos

con el tiple y con el hacha,

y con el perro andariego

que se tragó las montañas.

Poesía auténtica la suya, le bro­taba como manantial de sus mon­tañas, que lo mismo en Pereira, en Armenia o Manizales —siempre por los caminos del Antiguo Caldas— le corría alma adentro como un eco de la patria. Maestro por excelencia de la canción criolla, enalteció los valores de su raza y se volvió el mejor trovador familiar de la comarca.

En su inspiración la aldea logra su más lúcida categoría, y por ese pueblo que él vio crecer a golpes de hacha y de bambucos –Pereira, la querendona, trasnochadora y morena– desfilan las virtudes y las pasiones, los sudores y los deseos de una casta de soñadores y valientes.

La policromía de su parcela es el himno constante de su alma musical:

Por los caminos caldenses

llegaron las esperanzas

de caucanos y vallunos,

de tolimenses y paisas

que clavaron en Colombia

a golpes de tiple y hacha,

una mariposa verde

que les sirviera de mapa….

Luis Carlos González no ha muerto. Se quedó hecho un bambuco. Es ya para siempre sangre de la montaña. En cada fonda del Antiguo Caldas, eco de las fondas antioqueñas, seguirá resonando su voz atiplada junto a la ruana, el carriel y el machete. Cumplió el destino de cantor de su región. Cantor de Colombia entera.

Es posible que la emoción de recibir el libro El poeta de la ruana, de Héctor Ocampo Marín, y ver trasladado su nombre a la sala cultural del Banco de la República en su cuna pereirana –honores desproporcionados para su modestia ancestral– le hubieran des­templado alguna cuerda sentimental. Sus amarras volaron como mariposas montañeras, que ya no las detiene el viento. «Sin Luis Carlos González a Pereira le faltaría la campana mayor», dice Ocampo Marín.

Y sereno se fue con las luces del atardecer:

 Porque ya nada me falta

de nada y todo soy dueño,

y porque aprendí en jornadas

de amor, esperanza y tiempo

que la vida sólo es vida

cuando envejecen los sueños,

¡bendigo la soledad

que me acompaña, ya viejo!

El Espectador, Bogotá, 10-IX-1985.

 

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Las bethelemitas en Armenia

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A lomo de mula llegaron a Ar­menia, hace 75 años, ocho religio­sas de la Comunidad Bethlemita a fundar su nuevo centro educa­tivo. La pequeña aldea no había cumplido aún los 21 años de edad, o sea que se hallaba en plena ado­lescencia, y no se veía ningún sig­no que dejara entrever que en aquel silencioso cruce de caminos estaba germinando la que con el tiempo sería la Ciudad Milagro de Colombia.

Era el 4 de septiembre de 1910. Las bethlemitas llevaban apenas 25 años de establecidas en nues­tro país. Su labor misionera y edu­cadora ya se había extendido a va­rias ciudades y ahora el turno era para un sitio casi ignorado, que se mostraba atractivo por sus her­mosos paisajes y su exuberancia agrícola.

La ciudadanía recibió con albo­rozo a las ocho caminantes. Ellas fijaron su residencia en viejo caserón de la plaza de Bolívar y allí colocaron, como identificación para todos los tiempos, su lema tradicional: Virtud y Letras. El colegio arrancó con un cupo de 110 alumnas. Y 75 años después se han formado en esas aulas cin­cuenta mil estudiantes.

Este solo enunciado es elocuen­te para calificar la trascendencia de esta obra. Ha sido acaso una labor silenciosa, pero positiva en alto grado. Poner a las monjas fun­dadoras a recorrer trochas enre­dadas, cuando el Quindío era apenas un territorio de espesas mon­tañas e intrincados caminos, es la manera de decir hasta qué punto se vencieron obstáculos pa­ra conquistar aquel ideal. Por eso las bethlemitas están incrustadas en el corazón mismo del Quindío.

Hablo con propiedad sobre ellas porque las conozco de cerca. Sé de sus desvelos, de su aposto­lado, de su concepción sobre la ju­ventud, de su sentido de la disci­plina y su interpretación de la cá­tedra moderna. Siempre he admi­rado su jovialidad, su sencillez, su adaptación a todos los ambientes. Ellas entienden a la mujer, la materia prima que mol­dean todos los días, como un pro­ducto social que hay que saber trabajar para que responda a las exigencias del mundo.

Bajo tales postulados han sido las maestras de varias generaciones. Damas pres­tantes se enorgullecen hoy de ex­hibir el título de exalumnas bethle­mitas, y lo recomiendan como una marca de garantía. Esto sucede, por ejemplo, con Valentina Ma­cías de Mejía, que abandera el propósito de conseguir para su co­legio el justo reconocimiento de las autoridades y la ciudadanía con ocasión de estas bodas de dia­mante.

Armenia debe otorgarles el Cordón de los Fundadores, la máxima presea que con­cede el municipio para premiar el mérito cívico. En mejores manos no podría quedar este año la me­dalla municipal. Las bethlemitas no sólo están uni­das a la vida regional sino que han contribuido, en grado sobresalien­te, a la superación de los quindianos.

El señor Alcalde de Bogotá les concedió, en abril pasado, la Or­den Civil al Mérito, la mayor distinción del Distrito Capital, para destacar los cien años de vinculación de la comunidad a nuestro país. Este reconocimiento debe hacerlo ahora Armenia. El mérito es indiscutible.

La Patria, Manizales, 22-VIII-1985.

 

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Soy boyacense

lunes, 17 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Ingreso a la Academia Boyacense de Historia)

Entrar en la historia de Boyacá es llegar a un pasado de luchas y glorias, de esfuerzos y valentías, de misterios y epopeyas, donde la patria vibra más que en ningún otro sitio de Colombia. Boyacá, por ser la cuna de la libertad, es también el principio de la nacionalidad. Se comienza a ser colombiano y a sentir la densidad de le telúrico y lo patriótico desde estas piedras milenarias donde el hombre parece que emergiera, hecho roca y montaña, raíz y espíritu, más allá del mismo tiempo.

Aquí, en este territorio de labriegos y guerreros, de escritores y poetas, de hombres sencillos y mujeres virtuosas, el mundo se detiene para rendirle pleitesía a la belleza y respeto al carácter.

Cuando venimos a Boyacá sentimos que algo se estremece en la profundidad del alma. Es el asombro ante las breñas que lloran de nostalgia y las mieses que susurran de plenitudes. Es el encuentro con Dios y con la naturaleza en estos campos circundados de sosiego y en estos caminos quebrados de silencios. Es la presencia inexpresable del mito y lo sobrenatural, que es mejor no romper con palabras.

Boyacá, sumisa y arisca a la vez, es tierra de montañas y mesetas, de llanuras y hondonadas, de recodos y horizontes, y diríase que en el capricho de la geografía está fundida la personalidad de la raza. Sus pueblos, aldeas y veredas, que más parecen de ensueño que de realidad, permanecen incólumes ante las arremetidas del engañoso progreso.

El boyacense no se dejará permutar el alma y vive aferrado a sus luchas, sus dificultades y sus glorias, y no renunciará a su ancestro y cuanto él representa. Es, si se quiere, esclavo de la tierra, y esto hay que entenderlo como peón de la independencia.

Ser boyacense significa ser hombre de ideales religiosos, de duro trabajo y temple de caballero. De los españoles heredamos el espíritu caballeresco con que cabalgamos por planicies y cordilleras, y también a lomo de las ilusiones, con porte galano y espada al cinto.

«El boyacense —dice Vicente Landínez Castro— posee un alma cosmopolita y sensitiva en alto grado, que con la misma intensidad y capacidad puede expresar la problemática de su terruño tanto como la problemática del universo». Y agrega Javier Ocampo López que Boyacá «es un departamento cuyos paisajes naturales y su conformación etno-cultural con supervivencias chibchas e hispánicas le infunden una identidad propia».

En el boyacense la discreción, la mesura, la sobriedad, la austeridad, mezcladas con esa malicia indígena que con tanta certeza analizó Armando Solano en sus páginas magistrales, son virtudes sobresalientes de nuestra idiosincrasia.

Quienes por circunstancias ajenas a la voluntad hemos estado por épocas ausentes del terruño, siempre quisié­ramos regresar a él. En el anhelo del retorno hacia los primeros pasos y las primeras emociones se cifra quizá la mayor ilusión del hombre.

Yo regreso hoy, en este nuevo ani­versario de la fundación de la noble villa de Tunja, a recibir el alto e inmerecido honor de ingresar, al lado de personas consagradas a la lucha de las letras, la historia y la nacionalidad, a la Aca­demia Boyacense de Historia. Aquí estamos este grupo de privilegiados diciéndole ¡presentes! a Boyacá, y pa­rece como si de esta manera reafirmáramos el sagrado compromiso de seguir fieles a la tradición boyacense.

Más que a graduarnos de historia­dores académicos, ciencia de tan exigentes disciplinas, hemos venido a refrendar nuestro amor por Boyacá, por sus tradiciones y su gente. De muchas maneras hacemos historia: en el cuento, en la novela, en la crónica, en el ensayo y hasta en la breve nota del periódico.

Al ingresar a esta respetable casa de cultura, por donde han pasado tantas figuras ilustres, lo hago rindiéndoles homenaje a mis antepasados, quienes me enseñaron a querer a Boyacá. De ellos recibí el estigma del boyacense y a ellos devuelvo el orgullo de ser leal al mandato de la sangre.

Quiero traer a este recinto el re­cuerdo de alguien estrechamente ligado a la estirpe boyacense, como que ya es parte nutricia de la misma tierra. Se trata de Eduardo Torres Quintero, mi mejor maestro, mi personaje inolvi­dable, uno de esos hombres de leyenda que para siempre permanecerán testi­moniando el pasado e impulsando el futuro.

Fue él insomne miembro de esta Academia, además de prosista castizo y vate lírico, que se volvió caballero an­dante de la cultura de Boyacá. Bien está entonces que evoquemos su memoria. Sobre él escribí una vez las siguientes palabras, que ahora deseo repasar para sentirme más boyacense:

«Este hombre silencioso que le huyó a la fama y que nunca reclamó honores; que hizo de su pobreza una oración; que vibraba ante la verdad y la poesía y que en sus noches bohemias de néctares divinos se extasiaba con sus dioses, se vuelve mito en la historia de un pueblo que él veneró y ensalzó. El recuerdo se llena de unción al regresar a los inicios de aquellas memorables jorna­das tunjanas del asombro y el hallazgo, tiznadas de lluvia y recogimientos, en la quieta placidez del hogar patricio, en cuyas noches cargadas de misterios resuena, y jamás habrá de apagarse, la voz enamorada de un poeta que jugó con sus musas hasta convertirse en leyenda».

El Espectador, Bogotá, 20-VIII-1985.

 

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