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La inmortal funeraria

domingo, 2 de octubre de 2011

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Soy médico, anotación importante para asociar el título de este relato con mi profesión. El hombre se im­pregna en tal forma de su oficio, que termina convirtiéndose en autómata, a veces en esclavo del medio en que vive. Distante hoy varios años del episodio que pretendo reproducir, y cuando ya el ejercicio profesional ha mesurado mi sistema nervioso y me ha tornado frío y hasta escéptico ante el dolor o la tragedia, no puedo sustraerme a ciertas sensaciones nacidas del diario trajinar con los caprichos de la vida.

Llegué aquella tarde a mi pueblo natal a acompañar las últimas horas de mi querido pariente. Tantas cosas compartidas y tantos vínculos comunes los sentí desmo­ronarse al penetrar al hospital donde libraba su última batalla. Bien pronto me convencí de que nada había que hacer. Su vitalidad, en otro tiempo prodigiosa y desa­fiante, caía ahora irremediablemente abatida.

Desconcertado y herido seguí el febril movimiento de pinzas y agujas en su tonto e inútil afán por revivir lo que, de pronto, quedó convertido en materia inerte. Me conformé con verlo expirar sereno y libre de torturas y contorsiones. El médico, que en algo se parece al mecánico, se arrojó sobre el cuerpo inmóvil y, tras fuertes como estériles zarandeos, se venció ante el corazón que se negó a responder, como no arranca el vehículo cuando la batería está carcomida.

Camino de la funeraria, consulté el reloj. Marcaba las dos de la mañana. Solícito, acompañaba al tío Rafael en la mortificante misión de organizar el funeral. Ex­perto en tales faenas, todo lo había previsto y orga­nizado. Y me contó que hasta la caja mortuoria estaba escogida y cotizada. «Los muertos son negocio», me dijo mientras nos guarecíamos de la lluvia a poca distancia del establecimiento.

Bajo la tenue luz de una bombilla repasó el ajado papel donde el propietario de la casa fúnebre había elaborado el presupuesto. Todo estaba calculado, discutido y casi que aprobado. Sólo faltaba el muerto. Aprendí, entonces, que en estos apremios de la vida es preciso contar con la serenidad y la previsión del tío Rafael para que el muerto no resulte encarecien­do cinco o diez veces los artículos de primera necesidad.

Frente a la funeraria, experimenté un súbito senti­miento de repulsión, de físico miedo, ante el lóbrego lugar que parecía abrir sus fauces hambrientas para hun­dir la primera dentellada. Dos golpes fueron suficientes para que al fondo se hiciera claridad, mientras una señora regordeta y con muestras inequívocas de estar aún medio dormida, aparecía por la puerta que comu­nicaba la alcoba conyugal. Escribiendo estas líneas, pienso en lo absurdo, en lo tragicómico de la humanidad cuando es capaz de crear vida a poca distancia de la muerte, simbolizada esta por la hilera de ataúdes que el foco eléctrico descubrió a mis ojos.

Sin esforzarse por reprimir varios bostezos y sin que mi presencia le infun­diera ningún interés, quedó esperando que le hablara algo, inmóvil en su sitio. Yo era, al fin y al cabo, un desconocido y no me costó trabajo entender su actitud. Al hacerse visible el tío Rafael, su presencia produjo prodigios. La señora disimuló su estado somnoliento y avanzó presurosa. Su semblante se transfiguró. Muy cortés, dispuso dos asientos cerca al viejo escritorio y se trasladó a la alcoba. Allí se ex­presó afanosa, mientras rebullía el sueño del marido: «Llegó el cliente”…

Apareció el dueño de la funeraria, arreglado con tal premura y destreza que no pude menos de asombrarme ante la técnica del acto, por más mecánico que pudiera ser. Técnica que sugestiona con mayor razón cuando llevamos un muerto a la espalda. Admiré una vez más la sabiduría del tío, veterano en estas lides, como que era cliente del negocio por cuarta o quinta vez, y como tal sabía defenderse.

Ante la amabilidad del propietario y la comprensión que los unía, el diálogo con mi tío fue breve y fácil:

 —Supongo que se ha decidido por el mejor ataúd.

—Por el que le sigue —repuso mi tío.

—¡Piénselo, don Rafael! ¡Es legítimo cedro!

—Por el que le sigue —corroboró mi tío.

—Entre los dos, don Rafael, no hay diferencias. Le rebajo unos pesos y hace un entierro de primera.

—Está bien…

Al día siguiente, conduciendo su lujoso Pontiac mor­tuorio, sorprendí en el semblante del afable empresario un airecillo de satisfacción. Había hecho, sin duda, buen negocio. Los muertos escaseaban y la competencia ve­nía en aumento. El buen hombre me cayó simpático y conquistó mi aprecio. Enterrar los muertos es oficio no­ble. Profesión, como cualquier otra.

Como la mía, que me gradué médico al año siguiente y desde entonces tengo permanente contacto con los dolores de la humanidad. Y también, desde luego, con los muertos. Un día le tocó el turno al propietario de la funeraria. Luché con denuedo por su vida, hasta llegar a la impotencia. Sobre el cuerpo exánime apliqué los mismos ejercicios que años atrás, cuando era apenas un proyecto de médico, había ayudado a practicar sobre mi pariente, con la derrota, en uno y otro caso, de múscu­los que se negaron a revivir. Sudoroso, abandoné el aposento. En la retirada me acordé de la escena de la fune­raria y filosofé: «Se me fue el cliente.»

El Espectador, Magazín Dominical, 20-II-1972.
El Imparcial, Altazor, Maracay (Venezuela), 12-V-1987.

 * * *

Comentario:

Los muertos son negocio

Los muertos son negocio,

dijo el tío Rafael a don Gustavo,

no le digo doctor por ser el padre

de este hermoso relato humanizado;

porque unos viven con la muerte al día

cuando llega el cliente a los arreglos

y también por su alma ya muy fría

para que tenga su “descanso eterno”

viven otros rogando por los muertos.

Gonzalo Cabrera Narváez, El Vespertino, Bogotá, 23-II-1972.

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