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La bobada de Felipe

domingo, 2 de octubre de 2011

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

En mi pueblo nació uno de esos célebres personajes que muy de tarde en tarde llegan al mundo. El fallo popular lo consagró como el «bobo del pueblo». Yo nunca lo consideré así y sigo creyendo lo mismo muchos años después. Diría, sin embargo, que no se trataba, por lo menos, de un bobo cualquiera. Prueba es de ello el pro­longado período durante el cual ejerció su mandato. Mi pueblo no era escaso en bobos y muchos pretendían as­cender de categoría. Pero Felipe aplastó todos los mo­vimientos y conservó intacto el poder. La diferencia era evidente: mientras los otros eran bobos del montón, él era todo un personaje.

Los políticos, los hombres públicos, necesitan cons­tantes intervalos de descanso o distracción para no des­gastarse. Generalmente se dan unas vacaciones por Eu­ropa o los Estados Unidos, para aparecer, al cabo de los meses y a veces de los años, según la intensidad de los descalabros, de nuevo en escena, con la cara remo­zada. Y cuando el presupuesto no es tan pródigo, lo más seguro es el regreso a la finca, a la oficina privada, a la cátedra universitaria, a las activi­dades particulares. Pasada la borrasca, producida la amnesia colectiva, se reinicia la actividad con renovados bríos, viene la insistencia de los amigos, el perdón de los enemigos, y otra vez salta el hombre a la palestra, y se agitan las ideas, y se enarbola la bandera, y… ¡Todo en aras del amor a la patria! Felipe, en cambio, nunca tuvo vacaciones. Trabajó de sol a sol. Sin em­bargo, no se quemó.

Poseía condiciones envidiables de líder. Su innata simplicidad le hacía ganar el aprecio rápido de quienes tropezaban en su camino. (Tenía algo de rengo, aunque procuraba mantenerse erguido.) No fue orador, pero con su lengua trabada y su voz gangosa se hacía entender mejor que muchos indescifrables parlanchines. Tampoco fue escritor, ni matemático, ni graduado en nada, ni empleado de banco, porque abdicó antes de entrar a la escuela; pero era feliz en su mundo desierto de com­plicaciones.

Lo recuerdo con su camisa almidonada a medias, y sus zapatos descoloridos pero con cordones, y su vestido raído pero cruzado, como era la moda, y su pañuelo de adorno asomado en el bolsillo, aunque de uso múltiple, y su corbata ajada, y su sombrero alón. Agréguese una cara fresca, unos ojos vivarachos y un corazón grande; y con estas pinceladas queda dibujado mi personaje.

Sólo cometió un error en su vida y fue haberse ena­morado. Cualquier día le llegó el amor hormigueándole por todo el cuerpo y ahí terminó su tranquilidad y la de muchas quinceañeras que le huían como al mismísimo diablo. La voz pública poco a poco fue agrandándose hasta que el pueblo entero lo señaló como el donjuán de la época.

Al principio el sentimiento fue indiscriminado: le gus­taban todas las mujeres.

En aquella etapa, sin duda la más venturosa, el amor se mostró platónico. Sus inquietudes no fueron más lejos de admirar en silencio y contemplativamente los atributos femeninos y de acostarse temprano para exci­tar sueños blandos. Pero no satisfecho del todo, se lanzó a la conquista abierta. Dueño de gran capacidad de imitación, se ubicaba en las esquinas de mayor movi­miento y deslizaba furtivos piropos en los oídos de las jovencitas, que no entendían, al principio, tan extraño cambio en la compostura del buen hombre, pero que luego terminaron aceptando la aparición de otro es­torbo público.

Todo hubiera ido bien de no haber Felipe concretado sus preferencias. La agraciada no pudo desde entonces tener sosiego. Felipe, menos. Se desató una guerra sin cuartel que consistía en esquivar ella los dardos que comenzó Cupido a disparar, y en pretender él dormir acompañado. Aquella fue una persecución implacable. Parecían jugando a las gambetas, pues cuando la víctima estaba a punto de caer atrapada y él se lanzaba go­loso sobre ella, con un movimiento rápido conseguía esta burlar el asedio y escapar a toda prisa dejando exánime al desaforado perseguidor.

Una y otra vez le hizo atrevidas propuestas, y una y otra vez le dijo ella que no. Felipe comenzó a desgastarse en la contienda pues la muchacha nunca respondió a los requiebros y prefirió seguir durmiendo sola. No comprendió él que era preciso aplicar la técnica de la retirada a tiempo, para reaparecer más tarde con renovados bríos. Ella, que demostró ser mejor política, supo que más fácilmente doblegaría las pretensiones del adversario si lograba extenuarlo.

Obtenida la victoria, proclamó su pertenencia a otro hombre. Desengañado del mundo y sus tentaciones, Fe­lipe no resistió el impacto y se mutiló el sexo. ¡Pobre Felipe que ha debido seguir viviendo su mundo infantil, en lugar de meterse con cosas de hombres para compli­carse la vida! Protagonizó, absurdamente, uno de los sacrificios de amor más dolorosos de la humanidad y en­tregó sus armas sin pena ni gloria, pues su preferida de todas maneras y con mayor razón levantó el vuelo.

La bobada de Felipe consistió en haberse enamorado. Que de no haber sucedido así, se habría conservado íntegra su dimensión histórica.

No tenía nada de bobo. Y era más listo —y más ro­mántico también— de lo que se suponía. Descubrió por sí solo que el amor no está únicamente en el cerebro, sino que se riega por todo el cuerpo y se siente en unas partes más que en otras.

Pero como la vida es irónica, no demoró el día en que la resbaladiza quinceañera regresó a él, ya con las alas cortadas. Quinceañera, y frágil, y mujer al fin y al cabo, sintió, como Felipe lo había sentido, que el amor no solo es cerebral. Fue aproximándose, esperando las gambetas de otros días. Y experimentó ganas de Felipe, el bobo Felipe, el romántico Felipe, que había ofrendado por ella uno de los tributos y de los errores más grandes del amor, que sólo se cometen una vez en la vida.

Felipe se había mutilado el sexo, pero no la razón. La había perseguido, y la habla acosado, y la había apete­cido. Pero la quería completa, y ahora llegaba con las alas cortadas. La miró con desdén y la rechazó con arrogancia. Y rabiosamente le dijo que no. Pensó, para conformarse, que el amor es mutable y que ya no sería posible revivirlo si para los dos habían cambiado tantas cosas.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 3-VI-1973.

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Comentario del Magazín Dominical al publicar este cuento:

“A riesgo de mortificar, queremos insistir sobre la pobreza de los materiales que recibimos y la imposibilidad de publicarlos. Hemos querido que el Magazín no sea una entrada fácil y, por lo mismo, rechazaremos sin contemplaciones, hasta llegar al género de colaboraciones que encuadren en nuestra nueva orientación. En este número rescatamos, por bueno, del material que envían nuestros lectores, un cuento corto de Gustavo Páez Escobar, quien reside en Armenia”.

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