Archivo

Archivo para domingo, 2 de octubre de 2011

La ley del colchón

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Por los finales de año las gentes acomodadas retiran sus dineros de los bancos y solo los restituyen hacia el mes de febrero. Es una costumbre que se ha  impuesto en el país hace mucho tiempo, con grandes repercusiones sobre el sistema bancario y con los naturales perjuicios para la economía. La banca sufre fuerte dis­minución de depósitos durante el mes de diciembre, no solo como consecuencia del pago de primas, sino principalmente por el éxodo de dineros de las arcas bancarias a las casas de habitación. Es la ley del colchón, que todos conocemos, pero sobre todo los ricos, que la practican.

El colchón en Colombia no solo es elemento demo­gráfico, sino con­sejero económico. Tremendo miedo suscitan los saldos crecidos a final de año en las en­tidades bancarias, y la solución consiste en acudir al colchón. A simple vista no se halla motivo para que un saldo, por sí solo, sea determinante de mayor tributación. El patri­monio, a los ojos de la Administración de Impuestos, crece o decrece no en razón de circuns­tancias transitorias, sino de una serie de factores y comparaciones que miden la capacidad financiera de las per­sonas.

Tal sería la regla simplista. Con todo, la gente se acostum­bró a tomar precauciones para que un final de año con excesivo saldo bancario no signifique, al siguiente, un dolor de cabeza frente a ese otro gran dolor de cabeza en que se ha convertido la declaración de renta. El trán­sito de dineros para «debajo del colchón», como se dice, aparte de ser práctica peligrosa para sus autores, se convierte en medio de desequilibrio para la banca, que debe frenar sus colocaciones para compensar la baja de fondos, y para el país, que debe sortear las dificultades provenientes de estos recesos.

El Estado, nervioso arbitrador de recursos, anda a la caza de cuanto resquicio real o imaginario se ofrezca, para es­crutar posibles evasiones, y se vale de redadas, a veces de cábalas, para castigar las trampas de los sufragantes. Estos creen que una fórmula de defensa es la de esconder o reducir ficticiamente el pa­trimonio, y si de artimañas se trata, el secreto del colchón encubre mejor tales deslices que la elocuencia de un saldo bancario.

Sería preciso que el contri­buyente se sintiera menos per­seguido y creyera más en la bondad de los impuestos, para que aportara con mayor voluntad su cuota al progreso del país. Para eso se necesitaría mayor concien­cia ciudadana, difícil de arraigar si cada cual se con­sidera explotado y si, como con­trasentido, los impuestos se pierden en manos inescrupu­losas y no inyectan las obra que se esperan.

Ganaderos, agricul­tores, industriales, co­merciantes, profesionales, todos a una rebuscan los medios posibles para disfrazar su real situación financiera de tal suerte que las garras del Estado no logren poner al descubierto las fuentes precisas de tributación. Solo el asalariado —el único honesto tributador—, que no puede ni tiene nada qué ocultar, es investigado en su integridad y termina sosteniendo, por los que no lo hacen, las arcas fis­cales.

Sin entrar en mayores con­sideraciones sobre esta des­proporción en los tributos, bueno sería que los poderes oficiales buscaran la manera de no asustar a los tene­dores de cuentas bancarias, que resultan frenando el impulso de la nación. Es bien sabido que el sistema bancario ha venido per­diendo su  papel de regulador de la moneda. No solo se han formado mejores ca­nales de captación de recursos, como el de las corporaciones de ahorro y vivienda, sino que los cuentahabientes habituales, que requieren para sus negocios la asistencia de los bancos, cada vez restringen más sus depósitos y causan considerables traumatismos a la economía del país.

Para nadie es secreto que las cajas fuertes han invadido los predios de los hogares y de los negocios. El gran flujo de las cosechas no pasa por los bancos. Las ventas de diciembre se guardan debajo del colchón. Ese dinero, muellemente recostado en cofres particulares, es dinero asustado que le está causando muchos males al país y que, como contrapeso, irriga el mercado de la usura.

Buscar mecanismos para atraer estos capitales sueltos, cuya cuantía es difícil determinar, resulta tarea compleja. Lo cierto es que el contribuyente vive temeroso y por eso acude a tales arti­mañas. Se escucha con frecuen­cia que las personas se «des­taparían» si no se les castigara con demasiado rigor. Pero nadie quiere dar el brazo a tor­cer, si no se le ofrecen plenas garantías. Cuando el colchón deje de ser tan atractivo, mucho habrá ganado el país.

Si lograra hacerse el real inven­tario de las cajas fuertes empotradas en los hogares y en los negocios, podría determinarse que el dinero inflacionario no es el que circula en los bancos, sino el que duerme en el fondo de los colchones. El sueño de los colchones no siempre es ni el más cómodo ni el más tranquilo.

El Espectador, Bogotá, 12-I-1977.

Categories: Economía Tags:

Crisis en servicios públicos

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Los principales servicios públicos de Armenia se encuentran en crisis. Es lo mismo que decir que Armenia está en crisis. Uno de los precios del crecimiento de las ciudades es la insuficiencia de sus servicios de abastecimiento. Lo cual no ha de ser pretexto para echarle a esa circunstancia toda la culpa de lo que acontece en la ciudad capital.

Desde hace unos ocho años se viene hablando de un plan maestro de acueducto y alcantarillado. Un experto elaboró un estudio muy completo sobre el particular, y con el co­rrer de los años, por una u otra razón se ha venido postergando su ejecución. Los trabajos avanzan no solo a un ritmo demasiado lento, sino que su culminación no ha sido siquiera fijada a plazo determinado.

Mientras tanto, bien conocidas son las incomodidades que ofrecen las calles, las que no solo obstruyen el tránsito de vehículos y peatones sino que han revuelto en tal forma la estructura urbana, que dejan la sensación de una ciudad en ruinas.

Calles que se abren, se cierran y se vuelven a abrir, con promontorios de tierra aquí y allá, y con la inevitable propensión al desorden y el desaseo, ha­cen pensar que los trabajos no obedecen a un programa trazado con planeación. Esta clase de obras requiere miras precisas para su eje­cución dentro de plazos bien calculados, y contando desde luego con presupuestos reales para que a cualquier momento no se presenten estancamientos perjudiciales.

Una obra que se adelanta con interrupciones, y de pronto con pre­supuestos escasos, resulta costando el doble o el triple. Los impre­vistos, comunes a cualquier empresa, deben ser tan bien meditados que no hagan frenar en mitad del camino el ritmo necesario para llegar hasta el final sin recibir ni causar traumatismos que darían al tras­te con los mejores propósitos.

La energía eléctrica, que tantas fallas viene registrando en los últimos días, es el mayor problema urbano. Los continuos apagones en toda la ciudad, los racionamientos, la falta del voltaje necesario dejan al descubierto una crisis de grandes proporciones. Se sabe que el consumo es muy superior a la capacidad generadora de fluido y esto es obvio en una ciudad que crece a ritmo acelerado y tiene todavía las mismas dimensiones de capacidad eléctrica de hace ocho años.

El consumo normal para una población en permanente crecimiento demanda mayor capacidad. A esto de­be agregarse el deterioro de los elementos y el recargo por las zonas industriales y comerciales, cada vez más dinámicas, que hacen desmedir las previsiones que no se han tenido.

«Armenia necesita luz”, debería ser la primera campaña para 1977. Si no hay energía eléctrica suficiente, no habrá atractivos para vin­cular nuevas empresas, pero ni siquiera para sostener las existentes. Sin luz no puede haber progreso.

Las Empresas Públicas se proponen acometer el programa de expan­sión de los teléfonos. El número de aparatos no solo es insuficiente, sino que la planta y sus redes no pueden siquiera con los actuales. Se habla de una cifra cercana a los $ 160 millones, indispensable para dotar a la ciudad del deseable servicio telefónico, y esto da idea de la magnitud del problema.

Antes que lamentaciones y estériles juicios de responsabilidades por lo que ha dejado de hacerse, debería existir, y así lo espera y lo exige la ciudadanía, un propósito altruista y decidido de las autoridades municipales y su Concejo para poner en mar­cha un plan gigante que solucione las tres dolencias más apremiantes: luz, acueducto y teléfonos. Es el gran reto que se presenta para el futuro inmediato que de ninguna manera puede diferirse.

Es preciso que los representantes del pueblo ante el Concejo y los órganos administrativos se apersonen de estos objetivos primarios e inaplaza­bles, para que su misión se justifique. Se debe trabajar en un frente común, y de carrera, pero sin precipitaciones, para que el tiempo no termine cobrando la inactividad, la desidia o el enfrascamiento en afanes politiqueros.

Armenia no puede, no debe quedar a la zaga de otras ciudades. Manizales, por ejemplo, presentó en los días navideños un hermoso es­pectáculo de colorido con sus calles iluminadas y su magnífica presentación urbana. Dejó la sensación de una ciudad calculadora de su porvenir, que no se ha dejado ganar por las dificultades, sino que se ha adelantado a ellas. Armenia –lamentable es admitirlo– aparte de no adornar en esta Navidad sus calles y parques, tampoco pudo con sus viejos bombillos.

Satanás, Armenia, 15-I-1977.

Categories: Quindío Tags:

Los premios literarios

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Un librero me facilita con frecuencia una publica­ción de España donde se registran las novedades biblio­gráficas y se divulgan los concursos literarios de aquel país. Es admirable el espíritu cultural que se nota en el ánimo de los españoles para motivar la creación artística y que se traduce en continuos y generosos premios. No en vano España ostenta el tí­tulo de pueblo culto.

La gente de letras sobresale en España no solo por la amplia tra­dición que se encuentra inyectada en el pueblo, sino por el interés constante de las autoridades y los establecimientos de cultura por preservar esas costumbres. Muchos colombianos, condenados al anonimato y escasamente conocidos en silenciosas publicaciones de provincia, consiguieron en España un nombre gracias al estímulo que allí se dispensa a los creadores literarios.

Entre nosotros el oficio de escritor, que en otras latitudes es profesión bien recompensada y catalo­gada, resulta actividad subalterna. El escritor en nues­tro medio es personaje secundario, si por personaje se entiende quien sobresale en elo conglomerado por el buen manejo del idioma y la presentación de ideas llamativas. Al escritor se le mira como raro animal social que escarba en los periódicos y de vez en cuando logra que su nombre «suene» en los medios de comu­nicación.

Pero no es aquella figura cimera de otros tiempos que des­pertaba admiración pública y podía dedicar su tiempo al cultivo de la inteligencia. Los maestros de antaño, consagra­dos hoy en los textos de literatura y muchos de ellos autores de obras famosas y de estilos que continúan difundiéndose en las aulas, hubieran fracasado en nuestros días por falta de solidaridad.

Es notoria la indiferencia de los tiempos actuales por descubrir e impulsar la carrera de quienes, con mayores oportunidades, pudieran escalar posiciones importantes en el campo intelectual.

Se nota, con todo, de algún tiempo para acá, el interés de varias entidades por promover concursos, con llamativas recompensas económicas. Es la manera de proteger una de las actividades más desprotegidas en el país y de facilitar el conocimiento de producciones li­terarias que de otra forma  quedarían en el anonimato.

No se entiende bajo qué criterio estos premios están gravados como ganancias ocasionales. Tal parece que la voracidad de ciertas normas fiscales no se detuvo en consideraciones hacia el sufrido creador literario para quien to­das las puertas viven cerradas. Bien es sabido que las ganancias ocasionales están afectadas con una de las tasas más altas de la actual tributación. En tales condiciones, el estímulo que se conce­de con buena intención y que atrae, como es obvio, el interés de los escritores, propiciando de paso la aparición de obras impor­tantes, se disminuye en forma considerable. No es justo que el fisco exagere tanto su rigor.

En el momento varias entidades promueven interesantes concursos. Enka de Colombia ofrece un premio de $ 100 mil y un tiraje de cinco mil ejemplares para la mejor obra de literatura infantil; la revista Vivencias de Cali adelanta su acreditado concurso bienal de novela, también con un premio de $ 100 mil; la Industria Licorera de Caldas y la revista Sésamo de Manizales convocan al premio de novela corta, dotado con un premio de US $ 5 mil (alrededor de $ 180 mil); la Universidad del Tolima lanza su primer concurso de libro de cuentos, con un premio de $ 25 mil. Estos concursos ofre­cen otras opciones para el segundo y tercer puestos.

El esfuerzo de entidades como las mencionadas merece beneplácito.  Son contribuciones positivas para el desarrollo cul­tural del país. No es mucho pedir que se elimine el gravamen actual para permitir que el ganador de un concurso reciba completo el pre­mio ofrecido. Se debería, por el contrario, estimular estos actos tomando como deducción de la renta, total o parcial, la suma que las empresas o personas particulares dedicaran a estos nobles fi­nes. Es una idea que se traslada al nuevo Ministro de Hacienda y que sin duda merecerá su consideración, como escritor que es y persona muy ligada a la cultura.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 16-I-1977.

La sonrisa del optimismo

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Termina con el año 1976 una etapa especialmente dura para los colombianos. Dificultades de todo orden, sobre todo en los cam­pos económico y social, fueron la característica predominante a lo largo de estos doce meses que se cierran. No es fácil repasar en una breve nota las vicisitudes que afectaron al pueblo durante es­te trayecto asediado, en lo económico, por los peligros de la in­flación creciente que deja hondas huellas en los presupuestos fami­liares, y en lo social, por la presencia de signos inequívocos de descomposición moral.

El costo de la vida, que desde el primer mes del año registró síntomas preocupantes al oficializarse alzas en renglones de neto consumo popular, marcó una tendencia siempre alcista, hasta llegar en diciembre a niveles agobiantes. El verdadero computador de la vi­da está en la tienda o en la plaza de mercado y es allí donde el pue­blo, que no entiende las enredadas explicaciones del Dane, compara la real disminución del dinero. La desmesurada sensación de bonanza que determinó la buena suerte del café en los mercados internacionales fue el mayor castigo para el hombre raso.

Bien se entienden los esfuerzos del Gobierno por controlar el desborde de los precios, sometidos al vaivén de circuns­tancias caprichosas, y se reconoce el beneficio de ciertas medidas drásticas que se adoptaron para evitar mayores desajustes. Bajo el influjo de una buena estrella –el café – se acentuó una aguda des­compensación social y su rigor resultó aún más pronunciado en las zonas cafeteras. En ellas los precios aumentaron más velozmente que en el resto del país, siempre bajo el acicate de la invasión de dólares, que en la práctica solo es una invasión de dolores.

Los co­merciantes de artículos de la economía doméstica se acostumbraron a fijar precios cada vez más especulativos en la medida que avanzaban las noticias sobre nuevos juntos ganados en el exterior. Ellos, por lógica que es difícil contrarrestar en la práctica, no se resignan a niveles estáticos, si se imaginan, o lo saben, que los bolsillos de los cafeteros son todos los días más abundantes. Esta guerra de po­siciones termina pagándola el pueblo.

La inmensa mayoría de los colombianos, ese pueblo raso que no tiene una sola pepa de café y que vive de presupuestos fijos e insuficientes, recibe el impacto de tales des­barajustes. Su capacidad económica se reduce implacablemente, mien­tras son otros los beneficiados en el río revuelto de las desigualda­des sociales. Se dirá que se trata de un fenómeno mundial, lo que no es remedio para quienes sufren en carne viva el aguijón de estos rigores, ni justificación para no buscar la solución a nuestras penurias.

La inmoralidad de convirtió en terrible flagelo de la sociedad, con hondas repercusiones en la vida colombiana. Fraudes, peculados, abusos de autoridad, despilfarro de bienes públicos, y en una pa­labra, inmoralidades de diverso orden, se cometieron al amparo de esta democracia que da para todo, hasta para delinquir impunemente.

La justicia, lenta para aplicar correctivos, cuando no sorda para es­cuchar el clamor del pueblo, se mueve entre sistemas obsoletos y resulta, por eso mismo, ineficaz para sanear nuestras costumbres. Con el socorrido argumento de la falta de pruebas, muchos delitos se quedan sin castigo y muchos delincuentes campean por las calles en busca de nuevas oportunidades.

Fuerzas extremistas en el orden laboral pretendieron desbocar el imperio de las instituciones, siempre al grito de las reivindicaciones sociales. La huelga en los servicios públicos perturbó las bases de respetables establecimientos. Desde periódicos y gacetillas que circulan libremente por los re­cintos de las empresas y por calles y veredas, se estimula la sub­versión y se invita a la clase proletaria a apoderarse de los con­troles administrativos.

La ola de secuestros sembró el pánico entre las clases trabaja­doras, las productoras del capital, y ciudades como Medellín, emporio de riqueza y de prosperidad social, fueron vilipendiadas por bandas de facinerosos cuyo único objetivo es desconcertar a la sociedad y aumentar el caudal de sus fondos mal habidos para ponerle velas a la revolución. Bueno es registrar el éxito que tuvieron las autori­dades en los últimos días al interceptar la acción de estas fuerzas y devolver, por lo menos en parte, la confianza perdida.

Se abre el año de 1977 con una sonrisa en los labios. Los comienzos de año dan motivo para el optimismo. Bien pudiera suceder que llegara, por fin, el desahogo que necesita y reclama la clase media. Se anuncian medidas más equitativas en el campo tributario y como hecho visible se cambia de personaje en el Ministerio de Hacienda, lo que resulta buen augurio, pues la gente termina cansándose de los viejos rostros, sobre todo si en ellos se confun­de la explicación de ciertos sinsabores.

Voces tan eminentes como la del ilustre ex presidente Lleras Camargo claman por la moralidad y le hacen eco las conciencias limpias del país. Los padres de fami­lia, agobiados de penurias, esperan el año con mejor suerte y con­fían, sobre todo, en el freno de la especulación. Ojalá que la sonrisa del optimismo, tan característica en los días de la eufo­ria navideña, no sea solo una expresión mecánica, sino que acompañe a los colombianos a lo largo de 1977.

La Patria, Manizales, 27-I-1977.

“Aguja de marear” de Otto Morales Benítez

domingo, 2 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Indudable acierto para la Biblioteca Banco Popular lo constituye la inclusión de esta formida­ble obra de Otto Morales Benítez, distinguida con el número 97 de la serie que viene poniendo en manos del público, a precios módicos, títulos de excepcional calidad. En el año de 1969 inició el Ban­co Popular esta biblioteca con un libro de impacto: Hermógenes Maza, escrito para la ocasión por don Alberto Miramón, y el que no obstante haberse ree­ditado más tarde, al poco tiempo quedó agotado.

El doctor Eduardo Nieto Calderón, forjador no sólo de una de las instituciones financieras más sólidas y de mayor sentido social con que cuenta el país, sino además hombre de profundas raíces humanas y desvelado propulsor de la cultura, tuvo la feliz idea de poner en marcha esta empresa editorial de tanta envergadura para la superación de nuestras gentes. Dignos del mayor encomio resultan estos enfoques, sobre todo cuando los acometen entidades crediti­cias, por lo general frías y apáticas para hacer cultu­ra. La directiva actual del Banco Popular prosi­gue en el empeño de brindar a los colombianos li­bros cuidadosamente seleccionados, como el de Otto Morales Benítez de que se ocupa esta nota.

Aguja de marear entra con sobrados méritos a enriquecer los anaqueles del Banco Popular, y con ello el patrimonio cultural del país. La aparición de un libro de Otto Morales Benítez constituye un acontecimiento para el mundo intelectual, y es­to es ya suficiente desahogo para quien intenta trazar algunas líneas frente a este suceso editorial.

El literato y el político

Quienes han seguido la trayectoria literaria de Otto Morales Benítez saben que su pluma no conoce la fatiga. Hombre de irreductible vocación humanis­ta, no se da tregua en el afán de pulir la mente para desentrañar, cada vez con mayores bríos, las emocio­nes estéticas de ese prodigioso universo en que ha convertido su existencia, y que ni siquiera en la hora del combate político o de la representación pública permite que se debilite ante afanes que él mantiene subordinados.

Ahora, cuando desde distintos ángulos de la opi­nión publica se promueve su nombre para la primera magistratura del país, se mantiene invulnerable a las tentaciones del poder, y si el juego de las convenien­cias públicas lo lanzara en busca de soluciones que le reclaman sus amigos, sería violentando su mundo in­terior. El pueblo, que no se equivoca en el juicio so­bre sus líderes, sabe que en Morales Benítez existe una de las reservas más valiosas de la patria.

Autenticidad provinciana

En Otto Morales Benítez se conjugan atributos excepcionales. Formado dentro de exigentes cáno­nes hogareños, ha sido su existencia un canto perma­nente a lo más positivo que tiene el hombre, que es la familia. Resulta admirable encontrarlo siempre, así sea en las circunstancias más agitadas, en afanosa comunión con los suyos y compenetrado con lo que vale la armonía hogareña. Una per­sona que como él le concede tanta dimensión a su mundo íntimo, no puede menos de poseer grandes virtudes.

No ha permitido que su autenticidad provin­ciana, de que tanto se jacta, se deteriore a lo largo de su brillante carrera pública y de eminente figura de las letras –cuyo prestigio tiene proyecciones conti­nentales–, y se mantiene inalterable en su postura de hombre afable y descomplicado.

Conocedor agudo de los problemas del país, es­tructurado en sólidas disciplinas intelectuales, formi­dable en la tribuna, dueño de vigorosa personali­dad, sin resistencias partidistas y, por añadidura, maestro en el arte de ablandar la situación más com­pleja con una de sus jacarandosas carcajadas, su nombre se abre paso como carta ideal para colo­carla en el momento de las decisiones para la suerte de la patria.

Sentido de la amistad

Le concede importancia trascendental a la amistad. Para él tener amigos, como los tiene en to­dos los confines del país, no es una circunstancia ca­sual, sino algo que lo llena, que lo tonifica. Alguna vez le oí decir que la amistad no se da gratuitamente. Hay que merecerla. Y es que, en efecto, él nació pa­ra hacer amigos. Busca la amistad, la cultiva y la ha­ce florecer con sus portentosas maneras de entender a la gente y familiarizarse hasta con el temperamento más sencillo. Los amigos son para él tan imprescin­dibles como respirar.

En este libro recoge las notas críticas publicadas durante muchos años en su columna Aguja de marear de El Tiempo. Es el testimonio que les rin­de a sus amigos a través de la literatura. Siempre atento lo mismo a los autores que han influido en su vida intelectual que al lejano escritor de provincia, recoge en estas notas ensayos perseverantes y pro­fundos, cosechados después de mucho tiempo de ob­servación y análisis. Siguiéndoles la huella a sus amigos de la literatura, que por lo general son tam­bién sus amigos personales, deja estructurado el amplio itinerario de su propia carrera intelectual

Hay una frase de su libro que mide el hondo sentido que le brinda a la amistad:  «Los adjetivo han servido para exaltar, para comunicar la alegría estética que me despiertan las obras y los gestos de mis amigos».

Con reflexión, con absoluta convicción, pero so­bre todo con el goce espiritual que le producen las obras de sus amigos, repasa la trayectoria de escrito­res como Daniel Cruz Vélez, Fernando Gómez Martí­nez, Adel López Gómez, Lino Gil Jaramillo, León de Greiff, Jorge Artel, Édgar Poe Restrepo, César Uribe Piedrahíta, José Mejía y Mejía, Ovidio Rincón, Anto­nio Cardona Jaramillo, Humberto Jaramillo Ángel, Jaime Sanín Echeverri. Muchas de esas notas tienen más de treinta años de escritas, y sorprende, por eso, que los conceptos se mantengan frescos, como si el tiempo, que transforma y destruye, se hubiera detenido ante una pluma sapiente.

Con la mayor atención he leído, por ejemplo, los enfoques que sobre Ovidio Rincón y su libro El me­tal de la noche escribió en el año de 1943 y encuen­tro que, 33 años después, conservan plena actuali­dad. Quienes conocen la vida y la obra de Ovidio Rincón saben que perfiles como el siguiente denotan profundo escrutinio:

«En Ovidio Rincón los poemas se van hacia la angustia y el amor desolado, que lo conduce a la muerte, y hacia los temas fisiológicos que no son co­munes en Colombia. Sin olvidar, igualmente, que la provincia, la colina donde nació, le trae aportes de melancolía, de apesadumbrado recuerdo. Todo ello, como trasunto de su vigor lírico, de su alma sacudida por un gran viento de desolación».

Un varón discreto

Llegado de Popayán, ciudad que habría de ejer­cer honda conmoción espiritual en la vida del adolescente salido de su Riosucio arriero, Medellín le descubre horizontes insospechados y es allí donde consolida su vocación intelectual, que nunca iba a abandonar y que, al contrario, cada vez ensancharía con mayores entusiasmos. «Popayán –dice Armando Solano– será siempre imán para las almas artistas y para los amantes de un pasado que redime de las mi­serias presentes».

Morales Benítez, con esa llama en el pecho, irrumpe en medio de una ciudad industriosa, abier­ta a todas las inquietudes. Una generación de litera­tos, de políticos, de escritores, se forma bajo el im­pulso creador de la ciudad mecida por aires renova­dores. Y allí se encuentra, en los claustros de la Uni­versidad Pontificia Bolivariana, con el «varón discre­to», una de las brújulas que le abren la mente hacia nuevas fronteras y se convierte en impulsora de sus iniciales escarceos literarios. Es el doctor Fer­nando Gómez Martínez –su profesor de derecho cons­titucional– quien como director de El Colombiano le confía la página literaria del periódico.

Al correr del tiempo, aquel aprendiz de periodis­ta que se lanza desde Generación –página literaria de El Colombiano– y que luego tendría acceso a los principales periódicos de Colombia, con su plu­ma siempre pronta para las lides del pensamiento, encuentra justo galardón al ser nombrado –en noviembre de 1976– como presidente de Andiarios. Es el reconocimiento que le hace la prensa nacional por su devoción sin tregua a las ideas y su denodado sentido democrático.

Sea oportuno, de paso, sugerir que Colcultura, dentro de su tarea por rescatar páginas que el tiempo va llenando de polvo, y que deben re­frescarse, remueva los archivos de El Colombiano y recupere el material de aquella época, una de las más pletóricas en la vida del fecundo literato. Desde la tribuna que Fernando Gómez Martínez pone a su disposición, libra, en asocio de figuras que con el tiempo serían muy destacadas, interesantes ba­tallas hacia una revolución literaria.

Y con el paso de los días le corresponde a Mora­les Benítez el grato honor de pronunciar el dis­curso con el cual la Universidad Pontificia Bolivariana concede al excanciller, su profesor de derecho y su primer tutor literario, el grado honoris causa. Es con honda emoción con que el discípulo aprove­chado cumple tal cometido y fabrica sentida pá­gina de elogio a este discreto varón que le ha dejado huellas imperecederas.

Los dos monseñores

A Otto Morales Benítez le han correspondido grandes satisfacciones. En otra nota emocionada que escribe en 1976, expone sus añoranzas sobre monseñor Manuel José Sierra, fundador y primer rector de la Universidad Pontificia Bolivariana, hom­bre de costumbres severas y aspecto rígido, y gran humanista. Por aquella época el jo­ven Morales Benítez, con el ardor de su inquieta juventud, deseosa de conocimientos, toca en las puertas de la Universidad y sale a recibirlo el padre Sierra.

Se habla de la vida de Popayán, de sus hombres re­presentativos, del momento que vive el país, y a tra­vés de esa conversación aparentemente trivial comienza el aspirante universitario a observar que de­trás del aspecto tranquilo que revela el rector, se es­conde su gran personalidad. Sale algo confuso de esa primera entrevista. Le parece que la Universi­dad, que acaba de iniciarse bajo los postulados de la ortodoxia católica, no significa la respuesta a sus in­quietudes.

Era la suya una juventud despierta que se lanza­ba a la vida entre compañeros dispuestos para la ba­talla de las ideas. Le parecía que aquella Universi­dad, con su mote de pontificia, era retardataria para conceptos avanzados. Pero el nuevo universita­rio queda desconcertado, días más tarde, cuando el rector le deja esta enseñanza: «Lo hemos admitido porque creemos que su ‘radicalismo’ nos sirve para despertar espíritu de lucha en nuestros discípulos».

En adelante le corresponde a Morales Benítez recibir las sabias lecciones que le transmite su maes­tro. Descubre en él un profundo carácter. Sacerdote convencido de su apostolado y severo con sus princi­pios, no se muestra reacio a los movimientos de la ju­ventud, y al revés, su mente es amplia y accesible a las inquietudes de los alumnos.

Morales Benítez, líder universitario, sien­te enardecerse su vena liberal y pronuncia vehe­mente discurso a la memoria del general Uribe Uribe. Hay revuelo en el claustro y todos presienten que llegará la reprimenda rectoral. Pero, contra lo que el propio orador esperaba, recibe la felicitación de su maestro que lo invita, de paso, a seguir influ­yendo en las gentes, y le recomienda al mismo tiem­po –y sin saber que le hablaba a uno de los grandes de Colombia– que ejercite la mente para provecho de la comunidad y que cada día se capacite más en la búsqueda de ideas claras y de un vocabulario prolijo que le permita llegar a las masas.

Repasando estas vivencias, hoy sabe él que en aquella figura parca no podía existir sino un talento­so orientador de su vida.

Otro de sus mejores guías es monseñor Félix Henao Botero, rector benemérito que siembra igual­mente en su alma profundas simientes. «Monseñor Henao Botero –dice– seguirá dando luz en la sombra que abre con su muerte». Hay, en el tributo póstu­mo que le rinde ante la aciaga hora de su desapari­ción terrenal, la constancia inequívoca de quien ha recibido la irradiación de sabias directrices inyecta­das en su carácter por sabios varones.

Haya de la Torre

En el turno de los privilegios –y hay que insistir en que Otto ha sido privilegiado cosechador de ex­periencias, fino observador de hombres y talen­tos–, le viene en suerte destacar un alto elogio a la figura de Víctor Raúl Haya de la Torre, en la Universi­dad de América, en el año de 1957. El líder america­no representa una de sus grandes pasiones intelec­tuales. Lo seduce, sobremanera, la dimensión hu­mana del destacado luchador de la democracia, a quien califica, dentro del ámbito americano, como «el único caudillo con una verdadera vocación filosó­fica».

Para Morales Benítez el líder aprista es el proto­tipo del humanista y del combatiente público, refun­didas ambas calidades para estructurar el hombre ideal, tal como él lo concibe. Sigue en su ensayo, pa­so a paso, la trayectoria de quien, desafiando peli­gros y sufriendo cárceles y destierros, arrastra con sus ideas grandes masas de opinión no sólo en el Pe­rú sino en todo el continente. Lo enfoca como el ora­dor aguerrido y el conductor sin desmayos a quien no interesa la mala fortuna para sostenerse firme en sus principios, siempre atento al convulso proceso americano.

Se pregunta uno, desprevenido observador, si acaso en tales enfoques no está Morales Benítez afir­mando su propia raigambre. Hay puntos convergen­tes que hacen pensar que ha sido Haya de la Torre una de las figuras más influyentes en su formación. No se puede tener, en efecto, aprecio y seducción por la trayectoria política e intelectual de alguien, si no se desea imitarlo, o si de hecho no se es una personalidad similar. Y cuando las ideas, el temperamento y el estilo son equivalentes, y de pronto determinados rasgos propios, habrá que admitir que la admiración que se experimenta hacia esa persona resulta el eco de la propia indivi­dualidad.

Testimonios

Aguja de marear es el trasunto de una vida. Están ahí declaradas las raíces del hombre, del pen­sador, del político. «Escribe con sangre y aprende­rás que la sangre es espíritu», dijo Nietzsche. No hay artículo, ni tratado, ni glosa que Otto no haya escrito con sangre, con nervio, con emoción.

Este libro que lanza el Banco Popular no sólo despertará el interés que inspira toda obra del autor, sino que perfila un ciclo del hombre que corona una de las más brillantes carreras del país. Los testimo­nios que se insertan al final son el complemento ne­cesario para redondear conceptos acerca de lo que ha escrito y pensado. Hay explicaciones suyas sobre va­rios de sus libros, entreveradas con reportajes que ajustan aún más ciertas características de la persona y aportan juicios ajenos para el sereno análisis.

Este hombre llano, abierto al diálogo intermina­ble, profundo en el concepto, insaciable en sus derro­teros espirituales, que lo mismo entiende la enjundia de los grandes despachos, que abarca y admira la simpleza de los hechos menudos, sabe que lo real­mente imperecedero, por encima de cualquier honor, es el espíritu.

La Patria, Manizales, 7-VIII-1977. 
El Espectador, Bogotá, 24-V-2015.
Eje 21, Manizales, 25-V-2015.

Categories: Ensayo Tags: