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Archivo para martes, 4 de octubre de 2011

La educación actual

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El mundo ha variado sus moldes. Los tiempos corren cada vez más hacia la frivoli­dad. Hoy las cosas se ejecutan de afán y sin hondura de pensamiento. Las nuevas gene­raciones, nacidas bajo el estré­pito de la discoteca y el morbo de la droga, andan sueltas en medio de las amenazas de un mundo todos los días más superficial y por consiguiente más peligroso. Los jóvenes, sobre cuyos hombros habrá de reposar mañana la suerte del país, no encuentran suficientes guías para estructurar la per­sonalidad.

Hay que admitir que la educación en los tiempos actua­les es empresa compleja. Hoy los educadores tienen que enfrentarse a la pereza de las juventudes que han dejado de tener en el libro al inspirador del conocimiento, y que en cambio no renuncian a los placeres de la vida liviana. La gramática no es ya lección obligada que se repasa con esfuerzo en el hogar, ni la ortografía preocupa como medio de cultura. A la regla complicada se prefiere la telenovela de moda. La forma­ción moral, que antes se incul­caba con rigidez en el hogar y en el colegio, ha perdido impor­tancia.

Tal el panorama sombrío de estos nuevos tiempos caracteri­zados por la desidia para aprender y por el relajamiento de las costumbres. El profesor debe ser hoy, ante todo, elemento capaz de entender la evolución de los tiempos. Los jóvenes de hoy no son los mismos de hace cincuenta años, cuando las diversiones eran recatadas y la disciplina nacía en la propia casa paterna.

El sexo ha dejado de ser tabú y se ha convertido en un imán de la época. Se respira sexo lo mismo desde el televisor y la sala de cine, que desde los estantes callejeros que exhiben descaradas poses e incitaciones de todo orden. El sexo se complementa o se ayuda con la marihuana y la droga.

Para ser educador en este mundo cambiante y conflictivo se necesitan, además de decidida vocación académica, grandes conocimientos de sicología. A la juventud hay que entenderla primero para luego aspirar a dirigirla.

Todavía, por fortuna, existen personas de juicio recto y virtudes acendra­das que desde el colegio y el hogar no se conforman con la mediocridad. El reto es grande. Los muchachos de uno y otro sexo quieren ser independientes y se rebelan contra la cátedra y la autoridad excesiva. Pero también son receptivos. Prefie­ren el diálogo a la solemnidad.

Hay que preparar maestros expertos en la interpretación de estos fenómenos ambientales para aspirar a que no fracasen los alumnos entre los abismos que asedian a la humanidad contemporánea. Cuando se habla de maestros, es preciso saber que los padres son los principales guías de la juven­tud, y como tales, responsables del futuro de sus hijos.

Por lo general la formación quiere hacerse depender solo de los planteles educativos. Padres y profesores, cuando no son aptos para orientar juven­tudes, deben enjuiciarse como autores de los fracasos del mundo contemporáneo.

El Espectador, Bogotá, 18-IV-1979.

 

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Afán de riquezas

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La sociedad colombiana, que todavía no ha sucumbido pero que camina hacia la disolución moral, es posible que aún se detenga al borde del precipicio para evitar la catástrofe completa. En un país donde la voracidad del hombre viene anulando todos los valores, poco es lo que nos resta para mantenernos en pie.

Las distancias económicas del hombre colombiano son cada vez más pronunciadas y dejan al descubierto, de una parte, los apetitos de una clase que se viene apoderando de todos los bienes y todos los privilegios, y de otra, la total desprotección de quienes nada tienen y se aferran con deses­pero a la última esperanza.

El afán de riquezas, a como dé lugar, crea los mayores desequilibrios sociales y vuelve antagónicos los dos extremos en que ha caído el país. Los ricos, que todos los días quieren ser más ricos, no se detienen en consideraciones hacia los in­defensos, cada vez más ex­plotados por ellos mismos, y han llegado acaso al más las­timoso borde de la insensibi­lidad humana. ¿Conoce usted a un rico generoso, que haga obras sociales? ¿Ha visto a un rico que se conduela del hambre ajena, del raquitismo econó­mico, de la vejez desampara­da?’ Si lo conoce, es usted pri­vilegiado, y más privilegiado y excepcional es él.

Los pobres, que luchan con fuerzas desproporcionadas con­tra corrientes poderosas, le han perdido el sabor a la vida y con­sideran que sus rivales, sus propios hermanos, los están destruyendo. No puede ser otro el inmenso drama donde la pobreza ha dejado de ser un es­tado razonable y digno para vol­verse oprobiosa y desesperante.

Las desproporciones econó­micas van desde la insuficien­cia para comprar un mercado nutritivo o sostener un colegio, hasta la privación de elemen­tales goces de la vida –un cine o un viaje de vacaciones–, y en el campo opuesto, desde au­tomóviles que se cambian en competencias desaforadas de marcas y lujos, hasta viajes continentales que no terminan de saciar la vanidad.

No es exagerado afirmar en los actuales momentos que el pueblo se ha llenado de odio, desconfianza y escepticismo hacia las clases dirigentes. Gráficamente expresa la sa­biduría popular que estómago vacío no cree en Dios, lo que traducido al caso colombiano da la respuesta lógica a por qué la gente no concurre a las elec­ciones y se margina de los par­tidos. La lucha no es ya por un color político, sino por la vida.

Por eso, los políticos deben pensar más en el hombre co­lombiano. La crisis económica de los pueblos será siempre con­secuencia de una gradual incompetencia para no dejar perecer los valores morales. Los estados se corrompen y aniquilan cuando permiten el desalojo de la moral y dan cabida al apetito incontrolable de la plata y sus halagos.

Todos quieren ser ricos. Se explota desde los poderosos grupos financieros que se apoderaron de la bolsa de va­lores –pero no de valores morales– y se pretende llegar a una patria igualitaria. Los ex­plotadores de la finca raíz, otros pulpos de la incontinencia, ya no se resignan con arriendos populares y menos con ventas que no tengan cifras astronó­micas, y así aspiran a tener paz en la conciencia. ¿Acaso los consultorios de los siquiatras no están poblados por quienes se sienten a todo momento per­seguidos y le temen al secues­tro?

En este país de mafias y serruchos –palabras de nues­tro ingrato folclor vernáculo– vale más una mata de ma­rihuana que la virtud del hom­bre silencioso. El contrabando de grandes especies hace acallar la conciencia y bajo su dominio se mueven los tinglados de la deshonra pú­blica. Bajo tales códigos no pueden existir sino barreras de indignidad. Una clase insa­ciable de bienes y poderíos y arrogante en medio de la im­punidad está acabando con Colombia.

El país necesita salvarse. Aún es posible que surjan volun­tades capaces de dominar tanta desviación y castigar, sobre todo, el ansia de riquezas, de mando y privilegios, si no queremos ahogarnos entre nuestras propias miserias.

El Espectador, Bogotá, 17-VII-1978.

Tornasoles de la realeza

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Vuelven las campanas de la aristocracia a sonar en el ya estrecho marco de las bodas principescas. La sangre azul, un fluido misterioso, más fantástico que explicable, parece que se vuelve acuosa y un tanto desteñida en este agitado mundo de 1978 que cuenta con otras insignias. La sangre azul, que es más del pasado que del presente, se inyectaba en las arterias de los herederos sobrenaturales creando paraísos mágicos en predios donde se suponía, y aún se supone, que hadas invisibles trocaban lo ordinario de la vida por estados fascinantes, con fondo azul, el color de la ilusión y la placidez.

Pero la sangre no podrá ser sino roja, color de la emoción, del deseo, del arrebato. Por eso, en las tarjetas postales, en las que todavía se embelesan las quinceañeras, aunque hayan dejado de ser tan quinceañeras, al corazón se le pinta entre glóbulos rojos.

Son, en fin, maneras diferentes de ver el mundo por el cristal de los colores. No importa que la sangre azul siga siendo símbolo de nobleza si de todas maneras la pasión es bermeja. Estos componentes extraños, pero jamás antagónicos, se mezclan en la boda de la princesa Carolina de Mónaco y el banquero parisiense Philippe Junot, ella como extraída de un cuento de hadas, vaporosa y romántica, y él un play-boy vigoroso y audaz, a quien todavía se le dice plebeyo en plena decadencia de la monarquía universal.

Vuelve la nobleza

Vuelve, de todas maneras, a repicar la nobleza. En el fastuoso palacio medieval de Mónaco –el pequeño principado de Europa que mantiene intacto su emblema real–, una pareja de elevadas condiciones, y dispareja para muchos, une sus destinos y demuestra que, si bien la realeza no está del todo borrada, continúa extinguiéndose.

Fue una boda sigilosa que no logró, con todo, escapar al aparato publicitario y novelero de los grandes acontecimientos. Hasta una avioneta, contra la expresa prohibición de los soberanos que deseaban mantener a raya la curiosidad, descendió a los recintos privados en intento de rastrear lo escondido a la especulación. La novedad es incentivo para que la prensa rosa, que no puede resignarse a que el mundo se prive de las historias hechizadas, dispare al corazón de las adolescentes sus crónicas sentimentales.

Se  refunden en un solo impacto la nobleza y lo mundano, la sangre azul y la sangre plebeya. En el principado de Mónaco mantienen su trono dos figuras respetables y admiradas que se mueven sin complicaciones dentro de límites aristocráticos que sus súbditos les reconocen con generosidad y sin afectación.

La dignidad de un Estado

Los soberanos de este bello territorio, el príncipe Rainiero y la princesa Grace Kelly, ella años atrás la esbelta estrella del cine amada por todos los públicos, ostentan su dignidad en un Estado pequeño en sus fronteras pero inmenso en lujos y placeres, acaso el más apetecible del orbe. Desde luego debe ser muy agradable gobernar un Estado de apenas kilómetro y medio de superficie que conserva el sello romántico de la realeza, sin las guerras y los conflictos que soportan las naciones grandes, y que está enmarcado por una costa paradisíaca.

Sin demasiadas preocupaciones por las finanzas, viven rodeados del  pueblo feliz que los ama y respeta. Diríase que alrededor del mayor centro de juego de la tierra, el célebre Casino de Montecarlo, no es posible que exista la felicidad. Lo cual es cierto en parte, pero solo para los turistas internacionales que liquidan sus fortunas y sus honras bajo el mandato implacable del croupier, pues de otro modo el pueblo que se nutre de turismo y pequeñas industrias, y que ni siquiera se impresiona por el fasto circundante, no conoce el daño del juego y sabe que de él depende su prosperidad.

El novio

Tentado, sin duda, por el brillo del casino, Philippe se acercó a la familia real, y no queda difícil calcular que este play-boy experto en los salones parisienses y hábil para las finanzas, encontrara en la hermosa princesa de 21 años un objetivo paro a sus andanzas mundanas. Frágil y adorable, como la describen los cronistas de la prensa rosa, y formada además en rigurosas disciplinas, era asediada por nobles caballeros de la aristocracia europea, a quienes rechazó para atender las pretensiones del audaz y apuesto banquero que desafió los pergaminos de la sangre azul.

Y no fue por el dinero que Philippe maneja con habilidad, sino por atractivo y no sabemos si por auténtico amor, como Carolina fue dejándose conquistar por el obstinado pretendiente. Dotada la princesa de buena fortuna y orgullosa de su rango real, hubiera podido huir del asedio para atender los galanteos del príncipe Carlos de Inglaterra, por ejemplo, a quien se señala como enamorado suyo.

Los dictados del corazón

Pero los dictados del corazón no escuchan razones diferentes a las propias de la emoción. Sus padres, que desde el principio del romance se mostraron contrariados por la presencia do un personaje a quien se atribuye un pasado oscuro, no consiguieron desviar las preferencias de la princesa y de pronto terminaron impulsando la boda. No sería motivo para la oposición la diferencia de edad, por más que él, con 38 años bien vividos, casi la dobla en edad, sino el temor ante un futuro dudoso. No concebían, a buen seguro, que la sangre azul se licuara en arrebatos plebeyos, y quizá en sus cavilaciones surgió el ejemplo de la princesa Margarita de Inglaterra y su plebeyo consorte, hoy divorciados y maltrechos entre abismos insuperables.

Sea lo que fuere, nadie pudo impedir que las campanas reales anunciaran una boda que se realizó con cierto pesimismo. Se quiso evitar el aparato circense, de gran colorido mundial, que revistió el enlace en 1956 de una de las parejas más llamativas de los últimos tiempos, la del príncipe Rainiero y la luminaria del cine Grace Kelly. No podrían compararse las dos bodas en el concepto de romper tradiciones, ya que Grace era reina en el corazón del mundo desde antes de ingresar a la nobleza de Mónaco, y en cambio Philippe Junot representa apenas un afortunado tenorio de la época.

Aquella tenue y esplendorosa diosa del cine de la que todos nos enamoramos alguna vez, por lo menos en la pantalla, ostenta hoy con dignidad y señorío una corona que tiene luz propia. Su hija Carolina, tan hermosa como ella, admirada y apetecida, sale caprichosamente, para unirse a un plebeyo, de la misma casa que un día otorgó título de nobleza a una estrella del cine, su rutilante progenitora.

¿Sí tendrá sentido la calificación de plebeyo en este mundo de iconoclastas? La monarquía huele hoy a cosa anticuada, cuando la humanidad tiene afán y estilos diferentes. Ya hasta los reyes de España, de tan legítimo ancestro, se quitan sus coronas para dar paso a la evolución social.

La gran boda

La noticia dice que Carolina estaba radiante y Junot pálido. El blanco y negro de las fotos de ultramar no permiten notar la palidez del novio, y sí la frescura de la princesa. Junot se mostraba contrariado en medio de la curiosidad que seguía sus huellas por las calles de Mónaco, y razones no le faltarían.

Quiso él una ceremonia sencilla y privada, secundado en sus propósitos por sus suegros, que no deseaban exhibir demasiado el acontecimiento, pero no fue fácil esconderse al afán publicitario y menos a los cánones de la realeza. Bien puede ser explicable su disgusto hacia los ilustres padres que se opusieron a considerarlo un yerno principesco, sin fijarse en sus prósperos negocios.

Todo estuvo representado en la gran boda. Desde lo real hasta lo plebeyo, desde lo romántico hasta lo frívolo, desde lo espectacular hasta lo circense. La comedia humana, con todos sus fulgores y oropeles, tiene sus propios escenarios en los círculos palaciegos. En el dominio del crespón y la muselina, del tafetán y la seda diáfana, con fondos dorados y perfumes etéreos, los diablejos de la veleidad se sienten a su acomodo.

Asistentes varios

No faltaron representantes de la monarquía, como el conde y la condesa de Barcelona, el duque y la duquesa de Cádiz, la Begum Aga Khan, el duque y la duquesa de Orleans y la princesa María-Gabriela de Saboya. Los viejos astros (¿o los astros viejos?) que compartieron las glorias del celuloide: Ava Gardner, Frank Sinatra y Gregory Peck, engalanaron la ceremonia. Stavros Niarchos, colega de Onassis, tuvo que detenerse por 20 minutos en la fila de invitados, mientras los guardas revisaban las tarjetas en busca de ladrones y falsificadores.

La sangre azul

No son posibles las limitaciones en estos episodios de la realeza. Por eso, Junot, que prefiere los aires de sus salas parisienses, debió mandar al diablo tanto protocolo mientras se esforzaba por parecer auténtico al lado de una de las princesas más bellas de la época. La sangre azul, que solo existe hoy en la falsificación de tiempos que renunciaron a ser solemnes para tornarse desenvueltos, no deja, con todo, de seducir la imaginación un tanto enamoradiza y un mucho romántica de quienes todavía soñamos (¿usted también?) con princesas encantadas.

Este antídoto que impone nuestro mundo frenético es un recurso contra la desazón y un pretexto para suponernos héroes de ficciones. Pero a fuer de realista tengo que protestar por estos enlaces funambulescos, cuando a la sangre, elemento teñido de glóbulos rojos para que inyecte pasión, se pretende volverla anémica.

Los envidiados novios, tan dueños de sus decisiones al seguir sus propios deseos, pulsan el mundo contemporáneo y se proponen ser felices. Aquí se acabaría el cuento, pero es mejor dejarlo en suspenso a la espera de que Carolina y Philippe nos demuestren que una receta ideal para ser felices está en saber mezclar la sangre azul, color de la ilusión, con la sangre roja, propulsora de los genes amatorios.

El Espectador, Bogotá, 12-VII-1978.

 

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Dar las gracias

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Gracias, señora, por ayudar­me a levantar hijos de bien. Gracias por su maestría de cada minuto en el afán domés­tico. Gracias a usted, menudo corredor del barrio, por la botella de leche que coloca todos los días en la puerta del hogar. Gracias por el periódico que bien de mañana permite tomarle el pulso a mi patria. Gracias, señor vigilante, por sus horas de insomnio. Gracias por su amistad…

No es la jaculatoria que aparece en los periódicos comunicándose con el Espíritu Santo. Es una manera de recor­dar que la gente ya no da las gracias. Una de las palabras más sencillas y expresivas, ¡gracias!, entra en desuso. Al igual que la moral. El deterioro de las buenas maneras atenta no solo contra las tradiciones y los códigos, sino contra la de­cencia.

Esa fácil expresión está escapándose del lenguaje or­dinario. Y además del senti­miento, lo que es peor. Los ser­vicios no solo hay que pagarlos, sino además agradecerlos y estimularlos. Es elemental ac­to de justicia, que también lo es de elegancia.

Señal de buena crianza ha sido aquel «Dios se lo pague» que sale con tanta humildad y sinceridad de labios del boyacense. Una vez, en tierras nariñenses, una mujer humilde me entregó una bolsa con cuatro huevos por un minúsculo servicio que le había prestado. Alguien me explicó que se trataba de una tradición, de una fórmula simple de mostrar gratitud. La buena mujer acom­pañó su gesto con un «Dios se lo pague», y sentí que algo gran­dioso había sucedido.

Esto, en contraposición con la vida ruda e iracunda que niega las buenas expresiones. Carreño, personaje obligado de otras épocas que invadía el hogar y el aula escolar, para no abandonarnos nunca, está pros­crito. La metamorfosis de los tiempos, que ha deshumanizado al hombre y que lo vuelve tosco, soberbio, grosero e ingrato, intenta anular una de las manifestaciones más auténticas.

¡Gracias, Señor, por permitir­nos subsistir en este mundo conflictivo! El corazón parece como si se acomodara, como si cupiera en esta misteriosa com­posición de letras que vuelve dulce el tono y elocuente el men­saje, sin necesidad de discursos ni sofocos.

Dar las gracias es un acto primario. Nada nos llega por obligación. Los dones de la vida los recibimos por generosidad. A cada momento, y hasta en los hechos más triviales, la vida circula con apremios. Siempre necesitaremos la mano amiga. El lustrabotas, que humilde­mente se pone a nuestro ser­vicio de pronto para estimular la vanidad, merece un reco­nocimiento.

También el taxista y el portero. La maestra que en­dereza al muchacho inquieto se tiene ganado un mérito que no todos le reconocen. El libro que se envía al amigo o al lejano es­critor que alguien nos sugirió, y que resulto empenachado, exige, por lo menos, aviso de recibo.

El médico o el boticario o el radiólogo, por más retribuidos que estén, son merecedores de un gesto amable por el tiempo que nos dispensan. El cajero de banco espera de usted una sonrisa por haberle ayudado a cuadrar los billetes malolien­tes. La persona despedida del empleo es más digna de gratitud que de lástima.

Solo la ordinariez no es bien educada. Hay quienes ni se toman el trabajo de coger la mano que los sostiene en la caída. ¡Gracias, amigo, por su solidaridad! ¡Gracias por con­siderarme su amigo! Es un al­borozo en la confraternidad. El gesto se hace espontáneo, casi infantil, o sea, incontaminado. La rosa expresa gratitud in­clinando el tallo, y el jilguero, con un aleteo.

No dar las gracias es rasgo indecente, soberbio. Es mostrar arrogancia. Hasta el acto torpe, pero bien inten­cionado, debe agradecerse. ¿Acaso al hijo no le correspon­demos sus travesuras con creces? Ser gratos con la vida es una postura de las almas elegantes, y lo contrario, una tacañería y una quiebra del buen gusto. La gratitud es un medio de convivencia que prodiga satisfacción. La ingratitud, una vergüenza y un pecado social.

El Espectador, Bogotá, 10-VII-1978.  

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Tunja tiene sed

martes, 4 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Vuelve el agua a escabullir­se… La sequía se apodera, otra vez, de la ciudad blasonada que con todos sus títulos parece con­denada a morirse de sed. A poca distancia de Tunja, un monumento recuerda la mayor gesta de la indepen­dencia colombiana. Se conserva intacto el puente por donde pasaron las tropas patriotas que nos dieron la libertad, y bajo él, por más simbólico que sea, el agua se desliza como evocación de una tierra hu­medecida para la exuberancia.

El turista se embelesa ante la solemnidad del paisaje pas­toril que cautiva el espíritu y la mirada. Las aguas, mientras tanto, corren sigilosas en los contornos. Es el Puente de Boyacá lugar de silencio, de medita­ción, de alborozos patrióticos. Hilos constantes de llovizna fina se descuelgan refrescando la gleba con invasiones de rocío. El corazón, también inundado de riegos, se siente vaporoso.

Tunja, entrelazada por la misma historia, sobrevive, apenas a pocos kilómetros, sin agua. Ciudad de cielos húme­dos y quieta en su pasado, está castigada por la sequía. Es una sequía penosa y humillante. ¡Tunja, la brújula de la libertad a donde hay que dirigir el ojo in­quisidor, semillero de gestos heroicos, tiene sed! Es una sed recóndita y vergonzante.

El precioso elemento no cir­cula por las tuberías. Nunca ha circulado. Son apenas burbujas que rumian los pesares de una ciudad acosada. Ahora el pueblo, cansado de su suerte, protesta. Quiere romper su tradicional mansedumbre y quitarse el yugo. ¿Pero acaso la esclavitud ya no pasó? Es otra, ahora, su sumisión. El enemigo armado quedó derrotado en mitad del campo de batalla, allí mismo donde hoy se levanta un monumento impresionante, rodeado de aguas puras. Puras como la libertad. Aquel otro enemigo, soterrado y bárbaro, silba en la penumbra. Es una ig­nominia para la dignidad tunjana, para la dignidad boyacense.

El boyacense, elemento su­frido y bueno como el pan cam­pesino, no conoce la libertad ab­soluta. No ha aprendido a protestar. Las cosas le llegan incompletas, con la­mentos de tubería. Los gobier­nos se acostumbraron a entregar a Boyacá las obras por tajadas. El asfalto que se cree ha de llegar algún día hasta Cúcuta, se endureció, se volvió boyacense, apenas saliendo de Tunja. Años enteros se gastaron rectificando la vía entre Tunja y Duitama, y otra eternidad hasta Paipa. De ahí, hasta Soatá, tramo de vital importan­cia, pasarán varias genera­ciones si alguien no vuelve a redimirnos….

Tunja es la ciudad olvidada. Se le nombra, con unción, como una reliquia. Alrededor suyo se teje mucha literatura. Nos acostumbramos a mirarla como un mito, más que como el centro que respira, que ama, que siente sed. El desarrollo ur­banístico es lento, perezoso. Los retoques de lo que deteriora el tiempo son incompren­sibles dentro del concepto de la dinámica. La ciudad continúa quieta, estancada. Es un pa­sado de leyendas que perjudica, que incomoda, en lugar de beneficiar, porque no solo de glorias vive el hombre.

Boyacá es el corazón de la República. Se conserva allí inextinguible la semilla que ha fecundado a grandes poetas, es­critores y guerreros. Cuna de políticos y presidentes, hoy está abandonada. Triste aban­dono en medio de glorias inmar­cesibles.

Cuando escucho el propósito de convocar a un foro para delimitar, en los momentos ac­tuales, responsabilidades por la falta de agua y esgrimir, para seguir limitándola, la ausencia de guarismos millonarios, sien­to tristeza por mi tierra. Es un juicio escapista que no debiera intentarse. ¡Tunja necesita agua! ¿Para qué lavarse hoy las manos cuando la garganta está seca? Tunja siempre ha vivido sedienta.

Hace veinte años, cuando por sus calles silenciosas, tiznadas de lluvia, de recuerdos y afec­tos, se deslizaba la juventud plena del cronista, ya sentía en mi fibra boyacense una restricción. El agua, en la ciudad de los cielos frescos y los vientos mojados, ha sido siempre escasa. A los domicilios llegaba y sigue llegando con aliento calmoso, como murmurando entre pe­nurias.

¡Tunja tiene sed! Es la sed que le llega al boyacense por más distante que se encuentre, y que en ocasiones se vuelve, más que física, sed moral. No parece que deban repartirse responsabilidades, para eva­dirlas, cuando la víctima está agonizando por desamparo.

El Espectador, Bogotá, 26-VI-1978.

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