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Archivo para miércoles, 5 de octubre de 2011

Belleza por centímetros

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Van y vienen las reinas por los caminos del glamour. Niñas esbeltas, apenas en su em­brión mujeril, se miden por belle­za en Cartagena, la quemante si­rena del Caribe que incita la sen­sualidad. Hermosas representan­tes de todos los sitios del país exhiben encantos y señuelos que hubieran trastornado a los dioses de Atenas, y que a nosotros, más humanos, nos cortan la res­piración. Son moldes femeninos elaborados para la dulce contien­da de las formas y los centímetros, los perfiles y el sex-appeal.

Las encantadoras candidatas que imbuidas de sueños princi­pescos brindarían un imperio por una corona, danzan en las calles cartageneras y en cuanto recinto descubren vacío, a merced de un público que no acepta la modera­ción y que, por el contrario, ha de premiar a las que más calorías inyectan en el delirio popular. En un encuentro de fragancias y envolturas juveniles de tales con­tornos, no aconsejable para viejos verdes ni beatas asustadizas, el trópico se exalta y se estremece.

Detrás de las contorsiones y el grito del carnaval, es la mujer –elemento de adoración y una dei­dad cuando así se le trata– la que excita y le da sabor a la fiesta.

La pantalla del televisor vibra con las redondeces –en su buen entendimiento– de estas so­beranas que mantienen cautivo al país, y no sin justificación, cuando la aridez es tanta. Buscan las candidatas una corona esquiva en re­ñida competencia de espontáneos atributos y sofisticados aderezos, mostrando unas su señorío al na­tural, y otras, ademanes y postu­ras menos convincentes. No todas recapacitan en que los solos atrac­tivos corporales, aunque imprescindibles, no son suficientes para ganarse la admiración total.

Las preciosas niñas, antes de ser candidatas en sus territo­rios, se sabían de memoria los có­digos que juzgan la hermosura por centímetros, y a fuerza de gimnasias y dietas torturantes ajustaron sus peligrosas anato­mías al rigor del metro para no ex­ponerse a la descalificación.

Si se repasan las medidas gene­rales se verá que son parecidas. Cada una, por consiguiente, llegó siendo reina nacional de la belleza. Todas se consideran reinas. Y son reinas, para qué dudarlo. Centímetro más o centímetro menos, poco importa. Acaso la carne faltante en el pecho saque la cara en la zona de reta­guardia. O la invisible protube­rancia en la cadera se compense con el ligero hundimiento en la pantorrilla. Prescrita así la belle­za, todo sería fácil. Cualquiera sería reina, y no solo cada una de estas delicadas muñecas de cristal y alabastro, de carne y emoción, de roca y cuarzo, de éter y viento.

La mujer, a lo largo de los si­glos, ha sido motivo de curiosi­dad. Cuando es exaltada como diosa, el hombre, capaz de subli­marla, no le permite que dure  mucho tiempo en el nicho. Y cuando es explotada como hem­bra física, dispensadora de place­res y erotismos, cae en las profun­didades del ser irracional. Estos dos extremos existen desde todos los tiempos y es imposible acer­carlos, si tal es la contextura hu­mana.

Observando el reinado de Car­tagena, un paréntesis que nece­sitamos los colombianos en el du­ro oficio de vivir, pienso que sin formas anatómicas bien reparti­das, ni talles esbeltos, ni protube­rancias divinamente combinadas, no existiría la belleza.

La exhibición de cuerpos escul­turales metidos entre diminutos bikinis no es pecaminosa, por Dios, si sirve para realzar la estética y halagar la mente entre gratas evasiones, una cura para dismi­nuir la acidez ambiental de los impuestos y las penurias, las pe­queñeces y las politiquerías.

Ya ven los lectores que en una cuartilla bien medida cabe un rei­nado de belleza. La nueva sobe­rana, un pimpollo susurrante co­mo el trópico sensual de Cartagena, derramó las lágrimas ri­tuales antes de ceñirse la corona. Los colombianos tenemos motivo para sentimos vanidosos de tanta hermosura y desde ahora hacemos cálculos para cuando llegue el mo­mento de competir en los merca­dos, perdón, en los concursos in­ternacionales de belleza.

El metro deja de ser miope cuando no solo mide la hermosura por centíme­tros, sino descubre otros atributos indispensables de la realeza. Sin gracia, sin cultura, sin señorío, sin majestad, no podríamos ga­nar, como lo ganaremos, el cetro del mundo.

Ante tanta finura y tanta línea estilizada, solo siento que el pro­digioso Rubens, creador de formas rollizas y exuberantes, pictóri­cas de vigor y desbordantes de redondeces armónicas, no esté presente para sostenernos que la belleza es caprichosa y no se deja aprisionar entre centímetros cicateros. Es un mensaje que envío a las mujeres que envidian las líneas ajenas, sin consentir las propias, briosas y bien marcadas.

¡Loor a la bella soberana, Ana Milena, a la virreina y princesas primorosas, sobre todo a María Elena, nuestra reina quindiana, la del café bravío y legendario, por quienes yo sacrificaría un imperio si lo tuviera!

La Patria, Manizales, 27-XI-1978.

 

 

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Réquiem por la ortografía

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

¡Pobre ortografía, tan aban­donada y tan valiente! Antaño era materia indispensable para el escolar y el doctor. Y hasta la fámula escribía sus querellas sentimentales con asombrosas modulaciones idiomáticas. El adolescente no se atrevía a galantear a la niña de sus amores primaverales sino des­pués de enmarcar su sentimien­to entre signos de admiración. Hoy las máquinas modernas, fabricadas con prisas inex­plicables y atropellando los códigos, suprimen la apertura de los signos de interrogación y admiración. ¡Como si en la vida todo no fuera principio y fin! Estamos en una sociedad de economistas, porque se eco­nomizan las tildes y se abrevian las disciplinas.

¡Pobre ortografía! Ya no es convidada de honor en las aulas del bachillerato ni en los foros de la universidad. Los «doc­tores» cometen burradas pero visten a la moda, con patillas y el cerebro romo. En las oficinas se cuece un impotable amasijo de escarabajos y letras vene­nosas.

Cesaron los estribillos que adiestraban la mente para escribir con sindéresis y distin­ción. El señor Marroquín, bien muerto, por fortuna, no le per­donaría a estas hordas del cas­tellano el olvido de sus reglas versificadas que levantaron hombres de oro y punto. La or­tografía se aprendía entonces con entonación, con garbo, con infusiones poéticas. Se emulaba por la elegancia del lenguaje, como pudiera competirse por la posesión de la mujer amada.

La palabra era soberana. Hoy las soberanas escriben ho­rrores. Respeten, por favor, la «h» indestructible, y no aumen­tan los errores de la humani­dad. El vocablo desgarbado y famélico no cabía en ninguna parte. Ultrajaba la altivez de la belleza. La correspondencia, hoy maltrecha y sofocada, se pulía con reflexión y refina­miento.

Pero los tiempos cambian, señor Marroquín. Discúlpeme si perturbo su sosiego con mis clamores, pero nadie mejor que usted, gramático y educador de tan original imaginación, para soltarles a ciertos jovenzuelos y vejestorios con trazas de doc­tores los dardos satíricos con que los  hubiera reprendido por no graduarse en ortografía.

Duerma usted en paz y no se le ocurra fisgonear ciertos periódicos, revistas y folletones que son verdugos de la princesa que usted engalanó. Hoy la ortografía, mi buen señor, es un ser desprotegido, avergonzado y víctima de la intemperie. Las reglas fueron desalojadas por anticuadas… Nos invadieron unos melenudos con boina, es­pejuelos y barbas de profeta que se dicen revolucionarios e iconoclastas –¿qué será eso?–, para quienes no valen ni jota los dictados del buen decir. ¡Y cuidado con meter las narices en los cursos del bachillerato, ni sus ilustres barbas en los predios de los seudointelectuales! Lo expulsarán a man­doble limpio como a un intruso. ¡Perdónalos, señor! Están acabando con la modulación, con la gracia, con la hermosura de la vida.

Las empresas no exigen or­tografía, porque tampoco la saben. La lengua se nos está complicando y un día de estos, de tanto herirla, va a terminar mordiéndonos. ¡Y si por lo menos enmudeciera! Si usted escuchara palabrotas y nece­dades que por ahí se escriben y se oyen, se hundiría de inme­diato en su reposo eterno…

¡Pobre ortografía! Ya hasta se fabrican novelas enteras sin un solo signo de puntación y con vulgaridades del peor cuño. ¡Nos estamos ahogando por fal­ta de oxígeno! La humanidad, cansada de la decencia y la es­tética, dizque quiere ser audaz explorando las alcantarillas de lo pornográfico, lo nauseabun­do, lo insólito…

Bien está un réquiem por la ortografía. Por ventura muchas cátedras del buen decir se man­tienen invulnerables. Muchos acompañan mi clamor. Le pondremos a la pobre vergonzante trenzas y zapaticos de charol, como en otras épocas. Desli­zaremos en su oído un verso. Con un guiño la enamoraremos. Y es posible que todavía no sea tarde para salvarla y derrotar con ella la ignorancia.

El Espectador, Bogotá, 8-XI-1978.
Mensajero, Banco Popular, Bogotá, marzo de 1980.
La Esfera, Tuluá, 20-VI-1980.
Noticias Culturales, Instituto Caro y Cuervo, abril de 1988.

 

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Una institución vigilante

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Este 5 de noviembre, día tra­dicional de la Policía, es al mis­mo tiempo fecha importan­te para el país, que conmemo­ra la mayoría de edad de una de sus instituciones más represen­tativas. Ha sido la Policía Na­cional, a lo largo de 87 años de existencia, pilar fundamental de la seguridad del Estado y defensora vigilante de la tranquilidad ciudadana.

No en vano las instituciones se proyectan sobre la base de su experiencia hacia el cumplimiento de mejores programas, como ocurre, cada vez con mayor celo, con este organismo preocupado no solo por preve­nir el delito sino además por garantizar al ciudadano los derechos esenciales de la seguri­dad personal.

En un medio como el nuestro contaminado de descomposi­ción social y propenso a la distorsión de la personali­dad por el influjo de costumbres frívolas y dañinas, la sociedad debe prote­gerse contra el enemigo común que lo mismo deambula por la calle pública en permanen­te ofensiva contra la integri­dad del individuo, que se vis­te de personaje falso cara aten­tar contra la moral desde las casillas del erario.

Ese menudo agente de poli­cía que ya se nos ha hecho tan familiar y que vela, con sacri­ficios y riesgos no siempre justipreciados, por el bienestar de la comunidad, es amigo de la sociedad y una de las mayores garantías ciudadanas.

Bien está que celebremos con él esta efemérides y lo seña­lemos como símbolo del tra­bajo y el esfuerzo. Los altos mandos de la Policía pueden sentirse satisfechos por contribuir a mantener un país respetable, contra el querer de los estados antiso­ciales que luchan por implantar la anarquía.

El Consejo Superior de la Po­licía, al que me honro en pertenecer, presenta por mi conduc­to un cordial saludo al coro­nel Miguel Carrillo García, comandante de la Policía en el Quindío, y lo congratula por la excelente labor que ha realiza­do. El Consejo Superior es eslabón impor­tante entre la ciudadanía y la Policía al estar integrado por elementos representativos de distintas actividades. Son ellos:

Monseñor Libardo Ramírez Gómez, obispo de la Diócesis; teniente Rafael Parra Garzón; Humberto Sabogal Ospina, fiscal del Tribunal; Luis Fernando Palacio Gómez, secreta­rio de Gobierno departamen­tal; Óscar Jaramillo Jaramillo, industrial; Eduar­do Montoya Betancourt, secretario de Hacienda departa­mental; Guillermo Ángel Mejía, comerciante, y Gustavo Páez Escobar, en representación de la banca.

El país y la ciudadanía saben y valoran lo que represen­ta la Policía como vigilante de la paz.

La Patria, Manizales, 5-XI-1978.
Policía Quindío (editorial), Armenia, 5-XI-1978.

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Miserias de la literatura

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Antonio Morales Riveira, joven escritor de El Espectador, ha logrado en corto tiempo afortuna­dos enfoques sobre hechos menudos. Hay que aplaudirlo por su incursión en los archi­vos cargados de polvo y recuerdos de la colombiana Milena Esguerra, que como jefe del departamento de grabaciones de la Universidad Autónoma de Méjico se convirtió en pun­to de referencia de las angustias económicas de gran­des escritores continentales.

Eran ellos escritores de algún renombre que estaban despegando hacia horizontes insospe­chados, hasta llegar a ser figuras notables de la literatura latinoamericana, y miembros algunos del sonado boom, institución detestable para mu­chos, pero al fin y al cabo cofradía de influjo hemisférico. Por más excluyente y antipático que sea este círculo cerrado que pretende apoderarse de la literatura, con desconocimiento de otros valores que no logran descollar entre las cortinas de humo creadas por las vacas sagradas, constituye una res­petable fuerza de presión regional y un hecho cierto de impulso a las letras latinoamericanas.

Pero no hablemos aquí de circunstancias distin­tas a las miserias del escritor, una faceta que no por conocida es tratada con el realismo que merece. La literatura y el dinero no son compatibles. Parece que la fortuna material hubiera declarado guerra a muer­te al escritor. Este se resigna a los hados de la parvedad, aunque consigue, como contrafuego, armar su mejor obra rodeado de estrecheces. Con el estómago vacío se han escrito los libros más valiosos de la lite­ratura. ¡Vaya consuelo! La palabra «escritor» ha si­do siempre sinónima de pobre, y por lo general, de pobre de remate.

El cerco de las deudas

Recuérdese a un García Márquez deambulando con su literatura a merced del hambre por las calles de Ciudad de Méjico y lanzado, por insolvente, de míseras pensiones. Un portero lo alberga en secreto en su insignificante guarida, sin sospechar que estaba sirviendo de mecenas al scritor que no sabía qué hacer con el mamotreto que llevaba a cuestas, nada menos que Cien años de soledad.

Dostoiewski, espíritu inquieto, vive sus últi­mos años acosado por las enfermedades y los acree­dores. A pesar de que sus obras se cotizan en am­plios círculos, los triunfos económicos se quedan en el bolsillo de los editores. Y es tanto el cerco de las deudas, que en época dramática no se atreve a regre­sar a Rusia por miedo a la cárcel. En Colombia, por lo menos, no pagamos cárcel por deber, loado sea Dios.

Teófilo Gautier, gran aficionado a la prosa y a la poesía, tiene que desviar su vocación al periodismo, forzado por las dificultades económicas. Escritos apresurados, folletones, crónicas a dos manos, salen de esta pluma abundante que, para no extinguirse, produce a como dé lugar, así sean naderías. En los entreactos de su oficio remunerado continúa con su producción literaria, que lo lleva a la celebridad. Vencido por terrible enfermedad, el médico le prohí­be trabajar. Está casi paralizado. Ya ha escrito El capitán Fracasa que años atrás había tenido que vender por míseros pesos a un editor explotador, pa­ra no morir de indigencia.

¿No trabajar? ¿Y cómo po­dría vivir y sostener a los suyos? Oigamos lo que dice uno de sus biógrafos: «Tercamente, reuniendo todas sus fuerzas, Gautier se refugia en la evocación del pasado y emprende Historia del romanticismo. Cuando la mano no puede escribir, dicta; y muchas noches, atormentado por el insomnio, garra­patea febrilmente con lápiz en la cama». Muere días más tarde con la pluma en los dedos.

Chateaubriand, de noble linaje, pasa años de in­mensa penuria defendiéndose con traducciones, trabajos periodísticos y clases particu­lares de francés. Solo después lograría relativo bienestar económico, pero en la vida pública de Francia, donde llega a ser figura destacada.

Cervantes pasa hambres

El nombre de Cervantes es patrimonio de la lite­ratura universal y al mismo tiempo símbolo de la vida esforzada. Se dice de su padre, cirujano errabundo y bohemio por los pueblos de España, que en va­rias ocasiones se vio procesado por las deudas. En este ambiente estrecho crece el genio de las letras, que deseoso de conocimientos se matricu­la como alumno pobre en el colegio de los jesuitas en Sevilla.

Al correr del tiempo y ya literato reconocido, es nombrado recaudador de impuestos de su Majes­tad el Rey, apremiado por la necesidad. Termina en la cárcel al no poder responder por los fondos que le birla un banquero inescrupuloso. Escribe Cervan­tes las primeras páginas del Quijote en medio de su­ma pobreza. Llegado a Madrid, debe cambiar de ca­sa con frecuencia por falta de cumplimiento del arriendo.

Los editores se benefician de sus obras mientras el autor pasa hambres. Son miserias desco­munales de la literatura, que no respetan ni al primer clásico de la lengua hispana, autor de vasta obra como poeta, dramaturgo y novelista. Es su producción alimento del espíritu y orgullo para la humanidad, así ignore ésta que el pobre de don Mi­guel por poco se queda sin proteínas por aguzar de­masiado la inspiración.

El augusto silencio de los libros

¿Habrá que citar más tristezas? Es un recorrido al vuelo que se hace tomando apenas una hilera de li­bros famosos. Ahí está la literatura mundial lujosa­mente empastada y protegida, nutriendo las raíces del espíritu. Varias veces he acariciado los lomos de estos libros de augustos silencios y elocuentes mensajes, y acaso mis descendientes y los descen­dientes de éstos sepan apreciar la majestad de las bi­bliotecas. Pero en el fondo de éstas, y agazapadas, muchas hambres se esconden con sus corolarios de angustias, de sofocos, de incomprensiones, de enfer­medades, de muerte…

El burdo almacén de baldosas

¿Recuerda usted a José Asunción Silva cuando tuvo que ponerse al frente del menguado negocio para salvar la dignidad de la familia? Son tiempos de luchas abrumadoras que lo llevan a la ruina total. Y como si no fuera suficiente el fracaso económico, muere de repente su hermana Elvira, la noble confidente del poeta que le deja cicatri­ces incurables y le inspira –¡bendita literatura!– el célebre Nocturno, una de las más bellas poesías de la lengua española.

Se ausenta del país poco tiempo después, queriendo superar la pena; y a su regreso pierde en alta mar la casi totalidad de su obra litera­ria. Aun así hace esfuerzos por mantener la calma y de nuevo intenta otro negocio, un burdo almacén de baldosas que debe estremecer la sensibilidad del poeta. La empresa quiebra y los acreedores no dejan en paz al hombre liquidado. Atormentado por la ma­la suerte y vencido moralmente, se dispara un tiro. Tiro certero en mitad del infortunio, que con­mueve a esta sociedad no consciente de que ha perdi­do a un genio de la poesía.

El mundo escondido

Nada nuevo, por consiguiente, nos cuenta Anto­nio Morales Riveira en su crónica. Pero lo hace con novedad y gracia, con sabor a boom, con disparo de nombres célebres. Es un hallazgo venturoso éste de sacar del baúl de los recuerdos unas cuantas cartas conservadas con naftalina y sentar a su propie­taria, Milena Esguerra, que algo o mucho tiene de mecenas, a narrarnos intimidades sobre los afanes de célebres personajes de las letras que buscaron, entre discretos y menesterosos, la con­quista del  pequeño cheque en dólares como pago «simbólico» por la grabación de fragmentos de sus obras. Se me antoja que el escritor es un personaje forrado entre vestido de paño y con el estómago crujiéndole.

Las cartas que los escritores y poetas se cruzan con Milena son testigos del mundo escondi­do de los intelectuales que, disminuidos por regalías que no fluyen, acuden al favor del exiguo patroci­nio cultural que debe buscarse y obtenerse, no im­porta que sea simbólico, si también es económico. Hermosa página humana, de profundo conte­nido. Las necesidades del poeta, o del escritor, o del artista, son vergonzantes. El mundo las ignora y las pisotea. El intelectual, mientras más intelectual, más refinado y más renombrado, tiene que ahogar sus apuros entre el humo de su inspiración. Es el tributo que pagan las letras, y muy caro, porque es en carne propia, al vil metal que todos desprecian pero todos necesitamos.

El escritor es duro animal de combate, de re­cias bregas, de desiguales resistencias contra el me­dio ambiente que lo rodea y lo asalta. Su dignidad corporal, de tan sensible miramiento, la protege a hurtadillas del mundo huidizo y despectivo que no entiende ni entenderá jamás las dolencias ajenas y se solaza, en cambio, con sus propias holganzas. Por eso acude al correo secreto de las Milenas dispensa­doras de pequeños guarismos y sobre todo de dulces expectativas.

El grito vergonzante de la literatura

Por estas cartas que guarda el baúl abierto de repente, casi contra la voluntad de su dueña y al am­paro de una vodka acariciante, desfila la vida del es­critor, sea éste famoso o escritorzuelo de provincia, con sus angustias, sus ironías, sus urgencias de vi­vir. Cuando un García Márquez, o un Jorge Zala­mea, o un Vargas Llosa, o un Fuentes, o un Cortázar, o un de Greiff revelan sus aprietos económicos, sale un grito vergonzante de las entrañas de la literatura. No importa si quienes sufrieron penurias llegaron más tarde a poseer chequeras abultadas, si de todas maneras el hambre es hambre.

Y si tales miserias abundan en el mundo alto de la literatura, qué no ocurrirá con el menudo escritor que deambula por periódicos y revistas ofreciendo una mercancía que no tiene cotización. El talento es mendicante. Las tarifas rentables, capaces de com­prar un vestido a plazos, son para unos pocos. El real estipendio por un «artículo», la literatura, que se suda y se cincela con lágrimas de sangre, es esca­so. Para ser cotizado se necesita fama. Fama es­quiva como las Milenas convertidas en dólares.

¡Defiéndame el cielo de estar metido en un be­renjenal! Pero no lo digo sólo por los periódicos de Colombia, ni por nuestros editores, que no existen, sino por la apatía universal hacia el escritor. La ins­piración vuela con las revelaciones de este cronista in­quieto que sabe hablar entre líneas sugiriendo pro­tección dentro del mundo metalizado y bárbaro. Tanto por nuestros artículos como por nuestros libros que nadie compra porque se quieren regalados y has­ta con dedicatorias mentirosas.

¡Lástima grande que el consuelo de las Milenas sea tan irreal!

La Patria, Revista Dominical, Manizales, 21-I-1979.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 28-I-1979.
Revista Nivel, No. 272, Ciudad de Méjico, febrero de 1986.

 

Adel y su Gloria

miércoles, 5 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Toda una vida consagrada a la literatura otorga a Adel Ló­pez Gómez el titulo de maestro. El distintivo de maestro, re­servado en otras épocas a los peritos en las distintas ramas del saber humano, está hoy degradado por el abuso. Ahora se le dice maestro a cualquiera y por el hecho más simple. El poetastro que acaba de pecar contra la estética al publicar un sartal de sandeces que nadie leerá, queda graduado como maestro. También es maestro el novelista ingenuo con vora­cidad de triunfo prematuro. Y lo es el cuentista aventure­ro, y el músico desentonado, y el emborronador de lienzos, y el comediógrafo barato, y has­ta el diablo.

Como ironía, ha perdido esa distinción el más auténtico de los maestros, el que enseña las primeras letras, no sólo porque se acabaron los maestros, sino por no conformarse el de escuela con ribete distinto al de profe­sor o catedrático.

Pero el maestro Adel López Gómez… ese sí es maestro. Dueño de ejemplar lenguaje castizo, sobresale co­mo uno de los escritores más fecundos y más notables, au­tor de cuentos de inspira­ción campesina e intérprete de costumbres y paisajes ver­náculos que traslada a su am­plio público en amenas notas pe­riodísticas, convertidas en cá­tedra del buen decir. Desde su columna diaria de La Patria ha recorrido distancias que ya no es posible retro­ceder, para orgullo de las letras y premio a sus esfuerzos.

Hoy mirará el escritor esas correrías desde la cima de su gloria, con la emoción del ca­minante aprovechado que fue sembrando vientos de amor y esperanza, de fres­cura y ensoñación. Los perso­najes de sus obras están pegados a la tierra como seres de la esencia misma del hombre que ama, que odia y vive entre gozos y penas.

Infatigable en la búsqueda estética del hombre, ha hecho de lo cotidiano y lo trivial el canto de cada día. Pule su ins­piración con pulso de ciruja­no y ennoblece lo prosaico con toques de genialidad. Pocos lo­gran una trayectoria de tan mar­cada perseverancia y tan bri­llante destino Huésped de los periódicos y las revistas más prestigiosos de Colombia, la pluma docta de Adel López Gómez es como un penacho de esta nacionalidad nuestra que se precia de su vocación humanística, la mayor embes­tida contra las asperezas del ru­do vivir.

Penetre usted, maestro, a los nimbos de la inmortalidad de manos de sus personajes. Son ellos los que lo empuja­rán –y el día esté lejano– al cenáculo de los convidados de la gloria.

Cuando José Restrepo Restrepo, director de La Patria, recoge como «homenaje de admiración y aprecio al maestro y al amigo” algunas de las colaboraciones con que Adel ha enaltecido la existencia de uno de los periódicos más selec­tos de Colombia, se siente en­vidia por el maestro. La sanda­lia y el camino, un certificado de buen comportamiento en las letras, es mensaje de honda amistad.

En feliz encuentro con el maestro y el amigo, y al amparo de la hospitalidad de Eduardo Arango Palacio, personaje en­trañable de los libros y la vida de Adel, acabamos de compar­tir con mi mujer, en la frescura de estos predios quindianos de tan plácidos atardeceres, gratos momentos de efusión. Es admirable la plenitud físi­ca de quien, pletórico en sus años intensos, mira atrás sólo para nutrirse de vivencias, al lado de la amantísima compañe­ra de todas sus travesías.

Tam­bién se hallaba en la tertulia Ramón Londoño Peláez, otro báculo del maestro, eximio hombre público que un día, como gobernador de Caldas, fundó la biblioteca de autores caldenses, con la asesoría y la presión de Adel como jefe de la imprenta oficial.

Y como trasfondo de la tar­de campesina, estaba la dicha del escritor de vientos y atajos quindianos, el creador de amo­res y reyertas comarcanas, es­te Adel López Gómez que transita sereno las luces del oto­ño, con la gloria en los ojos y en el corazón. Gloria, la hija dilecta, es su galardón y su mejor conquista. La fiel discípula, ya con nombre pro­pio como escritora de limpio estilo, puede rubricar la obra de quien le transmitió la ternu­ra humana y la talló a su gusto como prolongación de sus venas y de su estirpe literaria.

La Patria, Manizales, 22-X-1978.