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Archivo para sábado, 8 de octubre de 2011

¡Feliz año bisiesto!

sábado, 8 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No repuestos aún los colombianos de las adversidades de 1979, entramos con recelo, y esto es inevitable, en los augurios del año bisiesto. Nada confor­table resulta el inventario de esta jornada donde a los apremios de la vida económica en constante crisis se sumaron los desastres del crudo invierno y de dos terremotos devasta­dores.

Si bien el final de año representa motivo de satisfacción cuando se ha realizado una labor útil y se han cumplido con dignidad los compromi­sos con el país y la familia, la mayoría de los hogares colombianos, aunque puedan hacer este balance, experi­mentan sensación de alivio al llegar a la otra orilla. Es como si se atravesara un río tormentoso que estuvo a punto de hacernos naufragar.

Pero en el otro lado nos espera, y mejor, nos desafía, el incierto peregri­nar de la nueva etapa que no se ofrece promisoria, y no por el influjo que pueda tener el calumniado año bisiesto, sino por los signos negativos que se abren en el porvenir que ya comenzamos a transitar.

Reconociendo los esfuerzos guber­namentales por frenar la inflación que parece inmanejable, los expertos de la economía sostienen que en 1980 habrá que buscar fórmulas mucho más agresivas, o sea, más sabias, para evitar los desastres sociales que estamos sufriendo y que se ciernen más inclementes sobre el futuro.

Bien es sabido que la inflación desmesu­rada apura las revoluciones. Y es que la consecuencia natural de la inflación es la carestía de la vida, proceso mundial que, sin embargo, no debe servirnos de consuelo para dejarnos llevar por la corriente. Con el argu­mento de que las alzas son inevitables, todos los días nos hallamos con nuevas y ruinosas sorpresas en los precios del consumo doméstico.

Unas alzas encadenan otras, y para todas hay resignación. Pero el pueblo no soporta más. Se habían pedido sacrifi­cios para 1979, los que se dieron con largueza, y también se ofrecieron mejores horizontes, pero estos se ven nublados.

El país necesita mayor producción. El crédito debe generar más cosechas y la industria mover el verdadero engranaje económico que dista mucho de conquistarse. Los cafeteros se quejan de la baja rentabilidad del producto, debilitada por su precio inequitativo y la presión de alzas continuas en los insumos y en la mano de obra.

Los bancos, afectados por restricciones y severas medidas mone­tarias, para subsistir elevan las tasas del interés corriente y todos sus servicios, y los usuarios, por lógica, hacen lo propio con sus artículos. Ante la estrechez del crédito bancario, con el eterno argumento de que así se controla la inflación, los usureros hacen de las suyas y crean otra distorsión económica.

Si se aplicara mano fuerte a los intermediarios, otros pulpos insacia­bles que están acabando con la tranquilidad de las familias, muchas sorpresas gratas nos traería el año bisiesto. Un producto pasa por cuatro o cinco manos, siempre revendido, has­ta el consumidor final.

En el campo, una naranja vale $0.15, y $1.50 en la plaza; una mandarina, $0.50, y $5.00 en la plaza; el racimo de bananos, $15.00, y $200.00 después de transitar por las cadenas de intermediarios. Se echan de menos cooperativas agrícolas bien organizadas para sal­var las cosechas y abaratar la vida.

Habría que decretar la muerte civil a los especuladores, si en realidad hay el propósito de defender al pueblo. Los comerciantes inescrupulosos su­ben a diario sus mercancías y nadie los controla. La medida efectiva no es otra que cerrarles los establecimientos y negarles la licencia para que ejerzan el comercio.

Ante el drama de la miseria colom­biana el país se desgasta en politique­rías y enredos menudos. En lugar de debatir nuestros políticos normas so­ciales de sabias proyecciones, viven trenzados en rencillas personales y preocupados por el último puesto de la comarca.

Así entramos a 1980, año bisiesto que a pesar de las supersticiones podría salvarnos si hay mayor conciencia de nuestros males. No obstante los vientos contrarios que corren por el suelo colombiano, lo recibimos con optimismo y la esperanza de que Dios ilumine a nuestros gobernantes para conseguir la mejoría que necesitamos y que reclamamos con angustiado afán.

El Espectador, Bogotá, 3-I-1980.

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Soatá, «Ciudad del Dátil»

sábado, 8 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

He vuelto a Soatá, mi pueblo natal, después trece años de ausencia. Ausencia solo física, cuando la patria chica late en el sentimiento como una arteria vital. El hombre, siempre en vía de regreso e introspección, vuelve una y mil veces al solar nativo por los caminos del afecto, la manera más auténtica de reencontrar­se con uno mismo, con la propia gleba.

Años atrás, en un Festival del Dátil –y que de vez se recuerde que mi pueblo natal, capital de la provincia del norte de Boyacá, es la Ciudad del Dátil– recibí gentil invitación de las autoridades locales a hacerme presente en la Fiesta del Retorno, bonito pretexto para que los soatenses regados por todos los confines de la patria nos acordáramos de la madre tierra. Pregoné entonces, desde estas acogedoras co­lumnas de El Espectador, que mi tierra, por más pequeña que sea y por más distante que la vean quienes no la conocen –y que el cielo los perdone– es sitio amable y pintoresco, limpio y ordenado, tibio para el afecto y constante para la hospitalidad.

Regreso ahora de sorpresa, silenciosamente. No es la Fiesta del Retorno con cuñas y alga­rabías, pero es el auténtico reencuentro con la tierra, el paisaje y las emociones, de este soatense, ahora vuelto escritor, que se siente muy a gusto mirando desde una ventana sobre la plaza la majestad del pueblo sosegado que ca­mina despacio, es cierto, pero que no se ha dejado robar sus encantos. No es que los ojos del afecto lo hagan ver así: es que en los pueblos silenciosos, no invadidos aún por el modernismo, la vida, por tranquila, es más vida.

Es posible que esta crónica llegue a mi pueblo cuando ya con mi mujer y mis hijos haya regresado a otros lares. Para entonces podrán darse cuenta mis paisanos, al ver el nombre de Soatá en letras grandes de imprenta, que les cumplí la cita. En breve y vitalizante estadía me encontré de nuevo con la filosofía pueblerina, movida por menudos y al propio tiempo característicos perso­najes locales, con sus quejas y sus angustias, sus desvelos y sus aspiraciones.

Es apenas elemental rendirle honores al tu­rismo de mi departamento. Al exterior se viaja con humos de superioridad y se olvida que es Co­lombia, por excelencia, tierra pródiga para la contemplación. Se vuelve por lo general del exte­rior con fatigas e indigestiones, sin asimilar na­da cuando se carece de bases para meterse en otros ambientes y otras culturas. Al colombiano le falta conocer mejor su patria.

Boyacá, rica lo mismo en epopeyas que en ho­rizontes turísticos, es uno de los mayores atracti­vos del país. El paisaje se vuelve embrujado con solo tocar la primera piedra del camino. Eso lo saben muy bien quienes transitan las carreteras de Tunja, Paipa, Duitama, Sogamoso o Villa de Leiva, entre trigales y aires campesinos. Algún día –y parece que no en este siglo, ¿verdad, don Eduardo?– la carretera asfaltada, tan lenta y tan esquiva, llegará finalmente a Cúcuta. En­tonces se apreciarán mejor los atractivos de Soatá y Tipacoque, sitios que ahora disfrutamos quienes, desafiando el polvo y los trotes del camino, sabemos extraer lo mejor de estos parajes bucólicos.

Pueblos tranquilos, sembrados al paso de la vía, con sus placitas dormidas y sus iglesias tristres, saludan al viajero y lo empujan a seguir la marcha. Tunja, Paipa, Duitama, Santa Rosa de Viterbo, Belén, Cerinza, Susacón…. y ¡Soatá! Veinte minutos más y estaremos en Tipacoque, el fortín sentimental de don Eduardo Caballero Calderón, antes corregimientos de Soatá y ahora independiente por obra y gracia de don Eduardo, su primer alcalde.

Antes de llegar a Tipacoque, donde Caballero Calderón me espera gentilmente, pespunto estas líneas sobre mi pueblo. Reverdecida por árboles frondosos que alguna autoridad quiso echar al suelo –que Dios y la ecología se lo perdonen–, se extiende la plaza pulcra y aco­gedora, bien pavimentada, con sus faroles soñadores y su pileta rumorosa. ¡Quiera el cielo que, de progreso en progreso, no se llegue nunca al gigantismo destructor que acaba con el alma de los pueblos!

Un magnífico hotel de turismo que puede en­vidiar cualquier población tropical invita al viajero a pernoctar y quedarse. Dotado de todas las comodidades, atrae turistas de muchos sitios próximos y lejanos. Las calles del pueblo, empolvadas en otra época, ahora relucen por el pa­vimento. En el parque de la entrada, otro bello lugar siempre florecido, está la efigie del patriota Juan José Rondón, hijo de Soatá según afirmación del canónigo Peñuela. En la historia local se le considera tan soatense como Laura Victoria, Cayo Leoni­das Peñuela, los Villarreal o los Escobar.

De resto, todo permanece igual, maravillo­samente igual. Solo se extraña la ausencia de raizales familias que tuvieron que radicarse en otras ciudades en busca de universidades para sus hijos. Pero su recuerdo permanece vivo, una manera de estar presentes.

Algo habrá que decir, para terminar, sobre la carretera. Según la regla de tres expuesta en El Espectador por Caballero Calderón, la calle real de Colombia, que va desde Bogotá hasta Cúcuta, se terminará de recti­ficar y pavimentar hacia el año 2020. Yo la encontré aceptable, a pesar de la polvareda. Fue grata la sorpresa, después de trece años de ausencia.

Así lo pensaba, y casi me marcho con una mentira a bordo, hasta que al­guien me comentó que la vía estaba “pasable» por haber sido arreglada con motivo del viaje del Ministro de Obras Públicas, quien dejó a los soatenses con las ganas de hacerle comer tierra. A última hora, como suele ocurrir, suspendió la visita, decisión muy sentida por el ve­cindario y muy aplaudida por el periodista, quien pudo gozar, si no del asfalto del año 2020, sí de la ficción de un sueño mentiroso. Redoble­mos, por lo tanto, las baterías, desde Tipacoque y desde Soatá.

Mis paisanos me perdonarán si me les vine furtivamente, por fuera de programa. Pero aquí les dejo la constancia del retorno.

El Espectador, Bogotá, 7-VII-1979.

 

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Navidad, tesoro perdido

sábado, 8 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una revista bellamente editada ofrece una Navi­dad en colores. Todo cuanto pueda apetecerse en el mundo revolucionario de la tecnología del juguete allí se encuentra. Trenes airosos se deslizan sobre caminos magnéticos, con penachos de atractivos mo­vimientos y arriesgadas maniobras. Muñecas primorosas, simulando las formas más atrevidas de la co­quetería femenina, que hablan y ríen y caminan, sal­tan aquí y allá como princesas hechizadas. Veloces motocicletas, todavía en miniatura, gracias a Dios, pero provistas de todos los señuelos del planeta fre­nético que nos está tocando vivir, provocan los de­seos reprimidos del pequeño travieso de la casa que sueña ser, como sus amigos volantones, un acróbata suicida.

Se pasan hojas y más hojas de la revista. Y se si­gue descubriendo un mundo movido por cuerdas in­visibles y soplos eléctricos. Pistolas automáticas desocupan sus depósitos de balas con la rapidez del oeste legendario, y es posible que el pequeño se sienta ya héroe perdonavidas a quien hay que correr­le. En otro ángulo aparece la escuadra de peligrosos buques guerreros, prontos para la invasión –como su­cede en la realidad con las flotas de los Estados Uni­dos que avanzan sobre Irán–, juguetería que causará emociones con sólo accionar una pila y que producirá destrozos y masacres, por fortuna imaginarios, aun­que incitadores de ocultos instintos.

Revólveres, carabinas, tanques destructores, aviones mortíferos, presentado todo con naturalidad desconcertante, cautivan la atención juvenil y ense­ñan los caminos de la violencia. Los jóvenes de hoy no quieren desentonar dentro del artificioso universo del juguete mecanizado que nos trajo la falsa civiliza­ción. Aspiran no sólo a lo más pomposo sino también a lo más perjudicial, sin interesarles de dónde ni có­mo saldrá el dinero para adquirirlo. El alma limpia del juguete de antaño está hoy carbonizada por el modernismo.

Y el angustiado padre de familia, que haciendo esfuerzos sobrehumanos logró ponerse al día en las cuotas escolares y que se siente asfixiado entre deu­das y carestías, se descorazona ante tanto brillo inútil y tanta extravagancia dañina.

Estos diciembres desteñidos e insulsos para los adultos, pero excitantes para los muchachos, dejaron de ser una fiesta hogareña para convertirse en una algarabía mercantil. Por eso las revistas y las vitri­nas lanzan sus artículos con ostentación, para succio­nar los precarios presupuestos familiares.

Los nuevos tiempos sacrificaron la inocencia de las navidades y les robaron su encanto. La sana ale­gría de los diciembres desenvueltos se deshizo entre las ficciones de esta época ligera que atropella la vida y asalta el bolsillo. Hoy ya no nace el Niño Dios por­que el mundo no quiere recibirlo: dejó acabar el musgo y no encuentra calor para albergarlo Las hu­mildes pajas del pesebre se trocaron por el oropel de la vanidad.

Sobre el alma pura de los niños no se de­rraman caricias sino paquetes deformadores de la personalidad. El juguete ya no es sencillo y didácti­co, sino complicado y turbulento. Y la mente del ni­ño, así maltratada, adquiere resonancias bélicas.

Ante este panorama deformado tiene que atri­bularse el hogar pobre –la mayoría de las familias co­lombianas– y permanecer adolorido cuando los hijos también esperan, como los ricos, un diciembre fas­tuoso. La moda, por más inaceptable que sea, es contagiosa y pocos se libran de su influjo. La capacidad económica del colombiano común, reducida to­dos los días por alzas incontenibles, no permite la vida decorosa, menos el derroche de los diciembres mercantilistas.

Y mientras en las residencias opulentas se com­placen con largueza hasta los deseos más desmedi­dos, y los padres de escasos recursos deben sacrifi­car su tranquilidad y su peculio para que los hijos re­ciban algo, una legión de seres castigados por la suerte recorren las calles y tiemblan de frío y hambre en medio del bullicio decembrino. Para ellos no al­canzará el Niño Dios.

Se dice de tres millones de niños colombianos que trabajan por necesidad. Lo hacen en oficios hu­mildes, duros, torturantes, a veces sórdidos. Para ellos tampoco llegará el Niño Dios, porque la alegría se les fue del corazón. Y muchas familias no tendrán tiempo ni motivo para acordarse de que están en di­ciembre.

¡Pero no! El Niño tiene que venir. Y que no sea un niño triste ni solitario. Lo necesitamos para que nos alegre, para que se compadezca de Colombia. Si las costumbres se distorsionan hasta el extremo de cambiar el musgo por la guerra, y ya no se baten bu­ñuelos y natillas, ni se congregan y se reconcilian las familias, ni los pequeños retozan con las alegrías simples de otros tiempos, hay que abrirle las puertas al personaje desterrado. Recorrerá los caminos desolados por terremotos y miserias, visitará hospitales y hospicios, reirá con las viudas y los huérfanos y se acostará con los desheredados.

Y se olvidará del menosprecio con que lo trata la humanidad, comprometida como se halla en guerras y ren­cillas, en boatos y vanidades, y sin tiempo, por eso, para encontrar la paz de la conciencia. Ojalá los hombres no terminen apagando la luz de Belén.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 23-XII-1979.
Aristos Internacional, n.° 26, 26-XII-2019, Torrevieja (Alicante, España). 

Comentarios
(Navidad de 2019)

Muy buena crónica. La radiografía de la Navidad actual está muy clara. Para colmo, el Niño Jesús ha sido desplazado por Papá Noel. Como bien dices, se perdió la inventiva de los pequeños, con la llegada de fabulosos juguetes. Recuerdo los tiempos en que los chicos hacían carritos  con las  cajas de bocadillo y las ruedas se armaban con latas de cerveza. Armaban con tablas viejas, o con unas que salían del bolsillo de papá, una especie de patineta y hasta barcas con mitades de canecas metálicas, que utilizaban en el riachuelo. En mi niñez, fabricaba las muñecas de trapo con los retazos de la canasta de costura de mamá. Bueno, son remembranzas de tiempos idos. Elvira Lozano Torres, Tunja. 

La descripción de las navidades actuales es tal como está en el escrito, lastimosamente. Nuestras navidades conservan la esencia de la luz de Belén y las disfrutamos en familia sin grandes pretensiones económicas, sino centrados en el amor, que hace que sean “un estado del alma”. Liliana Páez Silva, Bogotá.

Así es. Tristemente la Navidad se ha convertido en un verdadero y cruel negocio para satisfacer los irrefrenables deseos de los niños de hoy. La sociedad ha cambiado, las costumbres también, y debiera optarse por un regalo sencillo y necesario, poniendo de presente que, en la mayoría de los casos, el dinero no alcanza ni es posible satisfacer esos pedidos estrafalarios y agobiantes. Esa actitud sería parte de la formación que los padres están obligados a dar a sus hijos: si no hay dinero y ellos no razonan, habrá que explicarles amorosamente que un pantalón y una camiseta o un suéter son un lindo y útil regalo, así los demás se llenen de cosas inútiles, costosas e innecesarias. Inés Blanco, Bogotá.

Esta columna es la resonancia perfecta de la Navidad actual y el lamento justo por lo perdido de la celebración de antaño, esa que nos correspondió disfrutar en nuestra bella y lejana época. Gustavo Valencia García, Armenia.

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Cimientos flojos

sábado, 8 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Muchas construcciones ave­riadas y otras derruidas dra­matizan hoy, después del terremoto, los efectos de la fuerza devastadora. En el país y sobre todo en sitios más afectados, como el Viejo Caldas, se sintió un grito de angustia cuando la tierra crujió y ame­nazó con la catástrofe. Lo que ha podido ser demoledor para la nación entera, y lo fue en no pocos casos particulares, se detuvo por fortuna y apenas arremetió contra sencillas y también vistosas estructuras, agrietándolas o derrumbándo­las, y por desgracia dejando también un sensible saldo de muertos y heridos.

Pasado el pánico, las ciudades y los pueblos comienzan la difícil etapa de la reconstruc­ción. El inventario de las desgracias crece todos los días con nuevas averías y nuevos blo­ques venidos al suelo. La gente, por natural instinto, ha corrido a examinar sus cimientos para asegurar mejores defensas contra otro remezón que más por nerviosismo que por lógica se teme a la vuelta de los días inmediatos.

Sería oportuna esta general revisión de las bases físicas de edificios y viviendas para que el país, perplejo todavía ante lo que ha podido ser peor, escrute sus cimientos morales y se pregunte si está preparado para otra clase de cataclismos, superiores a los eventuales de la naturaleza. De ese examen de conciencia debe salir la conclusión de que nuestras fuerzas están flojas.

El deterioro de las sanas costumbres, cuando se han perdido elementales nociones de decencia y firmeza moral, es una grieta que avanza con ímpetu destructor. Si a los cargos públicos se llega en plan de saqueo y se arremete contra los bienes del Estado sin ningún escrúpulo y sobre todo sin ningún castigo, la sociedad es la lesionada. Peor el caso cuando se abusa de las posiciones y las canonjías para  montar suculen­tos negociados, no solo con detrimento de las finanzas ofi­ciales, sino con merma de la credibilidad ciudadana. De la corrupción administrativa so­mos víctimas todos los colombianos.

Ese afán tan característico de los nuevos tiempos, de enrique­cerse a toda costa desde los altos despachos y también en los oscuros empleos, marca la tendencia de este país que carece de valores éticos y prefiere la vida fácil, sin esfuerzo y con trampa, al decoroso compor­tamiento. La gente es más dada a las artimañas, las ficciones, los negocios oscuros, los tráfi­cos subterráneos, las politique­rías y el deterioro de la conciencia, que al trabajo ho­nesto y enaltecedor, porque pocas cosas enaltecen hoy cuando la mediocridad es el común denominador.

Ser honrado, en estas calen­das y en todo el sentido de la palabra, parece un vicio. Pero no habrá salvación posible si la honradez, con todos sus atribu­tos, dejara de ser una guía social, sobre todo en los mo­mentos de tinieblas.

Graves desgracias habrán de ocurrir si no se rectifican los vicios de esta sociedad que ha olvidado los principios morales. Más que a los terremotos de la naturaleza, hay que temerle  a la corrupción de la conciencia.

Las ciudades averiadas se recomponen con hierro y cemento. Pero a las generaciones con cimientos flojos solo las endereza el paso de los siglos.

El Espectador, Bogotá, 22-XII-1979.

*  *  *

Comentario:

La nota enfatiza sobre la crisis moral. No hay que olvidar que el contenido ético es la esencia y el gran soporte de cualquier organización humana. Se ha impuesto una moral triunfalis­ta. A los jóvenes se les dice que hay que hacer dinero “aunque sea ilíci­tamente”. Que se debe llegar a la meta a cualquier precio. Y se agrega: “Lo importante es reunir los primeros cinco millones, que la honradez viene después poco a poco”. Esto ha creado una moral de emulación, un espíritu de rivalidad. Pero emulación y rivalidad de la mala, de la destructora. Se aniquila el espíritu de solidaridad, de ayuda, de cooperación. El pernicioso afo­rismo maquiavélico de que “el fin justifica los medios” impera en la profesión, en el comercio, en el medio académico y en el agitado mundo de los negocios. Lenin, calificado de santo laico, no triunfó en Rusia por la fuerza de sus doctrinas. No. El zarismo llegó a tal extremo de descomposición moral que cualquier sacudida podía de­rrumbar el sistema. ¿Quién manda en Rusia?, se preguntaba. Y el pueblo decía: el zar. ¿Y quién manda en el zar? La zarina. ¿Y quién manda en la zarina? El libidinoso y corrupto brujo Rasputín. El artículo Cimien­tos flojos de Gustavo Páez Esco­bar, publicado como segundo edito­rial de El Espectador, invita a reflexionar sobre un tema de enor­me trascendencia. Horacio Gómez Aristizábal, Bogotá.

 

 

 

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Belleza quindiana

sábado, 8 de octubre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El cielo la creó hermosa. En sus ojos le puso estrellas, y una llama en el corazón. Los cafetos en flor se estremecieron cuando María Cristina les dio el primero beso. Despuntó como una mañana briosa y para siempre se quedó contagiada de paisaje quindiano. Por sus venas corren exuberancias incógnitas y en sus carnes se alborotan misteriosas aleaciones que esculpen la mujer perfecta.

Cien mil personas salieron a las calles Armenia a aclamar a su reina. Las brisas marinas la habían transportado por los horizontes ilímites donde se engarzan sueños de colores y se conocen emociones inéditas. El Quindío todo, en una sola entonación, le cantó a la mujer de su raza, bella entre las bellas, que parece amasada con el barro insurgente de cafetales que aprendieron a ser altivos para conservar su lozanía.

María Cristina, coronada virreina nacional, no podrá ser sino la reina indiscutible para este pueblo que no admite rivalidades. Pueblo que la lleva en el corazón, y esto es suficiente. Una pluma ilustre ha dicho que es virreina por jurado y reina por consenso. Fue Colombia toda, con sus escrutadores del alma nacional, la que dio el fallo. Más allá de juicios indescifrables estará siempre la belleza.

El señorío, el porte real, la distinción de la raza fulgurante y fecunda, dones espontáneos como los ríos de leche que bañan las praderas del Quindío esplendoroso, concurren en la elegida de los dioses para plasmar la fórmula mágica.

Las calles de Armenia fueron insuficientes para recibir el entusiasmo del pueblo que deseaba testimoniar su admiración a la preciosa soberana. Ya se quisieran los políticos estas manifestaciones. Ojalá aprendan a llegar al sentimiento del pueblo. Nunca la ciudad había conocido un fervor tan entrañable ni una alegría tan auténtica. Son motivos de sano esparcimiento que regocijan el espíritu y rompen la aridez del pesado vivir. Y no se piense que los reinados de belleza son únicamente frivolidad.

María Cristina es un fruto de la tierra. Brotó de ella con la savia de las fértiles cosechas. Vaporosa como un atardecer quindiano y leve como los vientos campe­sinos, cautiva y deslumbra al instante. La naturaleza la dotó de alma sencilla y romántica y le exigió que fuera reina. Ella se deja mecer por los aires de sus montañas y se siente flor y éter. Le corresponde a su pueblo con los atractivos y las virtudes de la mujer quindiana, como símbolo que es de la raza señorial. Es la mujer extraída de páginas fantásticas y convertida en estímulo  para engrandecer la vida.

El Espectador, Bogotá, 23-XI-1979.
El Quindiano, Armenia, 24-XI-1979.
El Bolivariano, Los Ángeles (Estados Unidos), diciembre/1979.